La Tiñosa, una cumbre entre olivos en el corazón de la Subbética.

Vivir la montaña en función del verano y de la posibilidad que este me ofrece de instalarme, con más o menos desplazamientos, en los Pirineos, se ha convertido en una especie de rutina gozosa que mantengo desde hace años. Y pasar el resto del año sin acordarme de que también tengo montañas cerca, viviendo de espaldas a toda la riqueza natural de esta Andalucía a la que me vine a vivir hace ya tanto tiempo que a veces me siento más de aquí que de ningún otro sitio, también parece haberse convertido en una especie de rutina solo interrumpida por ocasionales ascensos al Mulhacén y al Torrecilla junto con alguna que otra escapada a la Sierra de Grazalema.

Pero hace tan solo unos meses tropecé con este pico de nombre absolutamente carente de atractivo pero que, de alguna forma, llamó mi atención. ¿Porque no había oído su nombre antes? ¿Porque estaba en una zona, la Subbética, de la que prácticamente no conozco nada? Por lo que sea. Pero en cuanto lo vi me puse fecha para subirlo y hoy, viernes, he reservado una habitación en Iznájar, solicitado el permiso obligatorio para hacer el sendero, me he puesto las botas, he cargado los trastos y me he plantado en Las Lagunillas para iniciar la subida a la Tiñosa.

El día está despejado. La temperatura es fantástica. La soledad, casi absoluta (solo encuentro otras dos personas en todo el día). Las expectativas van a estar más que cumplidas. Pero el ánimo anda regular, buscando su sitio, recomponiéndose, obligándose (obligándome) a caminar en una nueva y desconocida dirección en la que el horizonte todavía está por configurarse.

Sin embargo, andar siempre reconforta. Y empezar después de haber inundado el espíritu de los miles (¿millones?) de olivos que tapizan el sinfín de suaves colinas que llevan hasta aquí supone un plus de paz. Conducir despacio por estrechas carreteras solitarias es un viaje a otro tiempo, a una época en la que los kilómetros no se quemaban, se mascaban. Y hoy esos kilómetros saben a aceite.

Echo a andar. La tierra es oscura y está humeda. El barro se agarra a mis botas conforme atravieso el último olivar y me sumerjo por un valle idílico siguiendo el murmullo de un arrollo que crece conforme me adentro en él. Barro, agua, un rebaño que protege a sus muy jóvenes corderos. Y una fuente. Y un antiguo cortijo en ruinas. Y una suave subida hasta el collado. Y allí, un letrero que advierte de que lo que viene es alta montaña. ¿Alta montaña aquí? Vale que el ascenso son unos 750m (hasta los cerca de 1600 de la cima), algo que en esta latitud es más que respetable pero… ¿es necesaria tanta precaución? ¿Realmente la subida se ajustará a ese “difícil” con el que la califican todos los tracks que he visto?

Sí y no. Entiendo que no es fácil. Que la pendiente inicial es muy pronunciada. Que hay algún que otro paso donde las manos son, si no necesarias, al menos útiles. Que quizá no está recomendado para quien tenga vértigo. Que hay que ser un poco cabra… Pero quizá por eso para mí es entretenido, y lo disfruto a pesar de que el ayuno de montaña del invierno hace que no esté tan en forma como me gustaría. Pero fácil o difícil, lo que sí tiene la Tiñosa son unas vistas espectaculares. Trescientos sesenta grados de olivar infinito, inabarcable, solo interrumpido, al sur, por el embalse de Iznájar y la imponente e inconfundible Sierra Nevada (que en esta época hace honor a su nombre manchando de blanco el horizonte). ¿Y esto está a poco más de dos horas de casa?

He subido sola y arriba tampoco hay nadie. Y la soledad, como siempre, me habla de mí. Hoy solo me trae vacío, pena y rabia. Nada es inmutable. Pero cuando los cambios no son deseados, cuando una se siente traicionada, cuando hay que enfrentarse a que, durante años, nuestra percepción ha sido errónea y nuestras certezas equivocadas, cuando la necesidad de ser comprendida, de sentir que quien nos quiere nos escucha y nos entiende, debe sucumbir a la realidad de que los idiomas son tan diferentes que la comunicación es imposible…, lo que queda es alejarse escuchando la tristeza y animarla a que, a pesar de sí misma, deje un poco de hueco a esta belleza que tengo delante. Y ver cómo se empapa de ella. Y saber que incluso, aunque no lo veamos, el camino está ahí, esperándonos. Y asumir que aunque una parte nuestra se resista a seguirlo y solo quiera volver atrás, la única opción es avanzar, con pena, con nostalgia, sí, pero avanzar.

Y avanzando llego a Iznájar, un pueblo precioso al pie de un embalse del que emerge el otro Iznájar, el original, al que se comieron las aguas. Pasear por sus empinadísimas calles llenas de macetas azules, dormir en Villa Moana, en el corazón del pueblo y permitir que el paisaje tiña de azul y verde el gris de los pensamientos es hoy, sin duda, un alivio para el alma.

El Playazo de Rodalquilar: dando gracias a la vida

Alejarme del bullicio de la Navidad con todas sus expectativas familiares, de diversión y de consumo, para asomarme al entorno mágico de Rodalquilar empieza a ser una costumbre. Una tradición como otra cualquiera, pero inmensamente mas gratificante que cualquier otra. Un rencontrarse para renovarse. Un veraneo en pleno invierno en el que vuelvo a andar por caminos desérticos, trepo por lomas que conducen a vistas prodigiosas y busco calas que me inundan de luz, de sol, de mar. Un adentrarme en el silencio y, en él, conseguir escucharme. Una oportunidad de sentir cómo el alma se ensancha.

Pero no, no es el paisaje, ni el mar, ni la inmensa variedad de rocas volcánicas que se despliegan ante los ojos lo que más agradezco estos días. Ni es tampoco lo que más disfruto esta temperatura primaveral que permite bañarse en pleno invierno. Lo que más agradezco, mientras ando esquivando matas de salvia, esparto y romero florecido, es la libertad que siento y que sé que valoro infinitamente más por el hecho de que, al ser mujer, no me ha sido dada.

Me refiero a la libertad de andar sola sin miedo a lo que pueda pasar. Sin miedo a que cada hombre que me cruzo pueda ser un posible agresor (sexual o no). Sin más miedo a que me pase algo del que pudiera tener un hombre. Sin más limitaciones que las que me pone el cuerpo y confiando en mí misma y en mis capacidades. Me refiero también a la libertad de mostrarme tal cual soy. De vestirme pensando solo en la comodidad o de bañarme desnuda sin pensar en quién pueda estar mirando. De olvidarme de la mirada ajena, incluso de la propia, que demasiado a menudo acaba siendo una forma de autorevisión previa al mostrarse a los otros. Y me refiero a la libertad de dejar de luchar para que los demás me validen y validen mis acciones. Dejar de sentir que tengo que esforzarme para que me quieran, que tengo que estar siempre disponible, siempre atenta, siempre sonriente, siempre entregada. Dejar de pensar que la felicidad siempre es el otro para saber que está en mí misma, en todas esas cosas que me hacen feliz y en todas esas personas con las que la comunicación y el amor fluyen, generosos, de lado a lado. Siempre en equilibrio, siempre en paz, siempre creciendo en profundidad.

¿Son cosas simples? ¿Sencillas? Tal vez. Y seguramente habrá muchos hombres que tampoco sientan conquistadas esas libertades. Pero sé que el miedo a ir sola, la necesidad de dedicar gran cantidad de tiempo y recursos a la apariencia, y el cifrar la felicidad propia en encontrar esa pareja de ensueño en la que inmolarnos consciente o inconscientemente, son condicionantes que nosotras recibimos en una medida inmensamente mayor que ellos. ¿Lo bueno? Que el tener que enfrentarse a tanto obstáculo da la oportunidad de crecer y aprender por el camino. Y estoy agradecida por ello.

Pero aún así, quiero pensar que las niñas de ahora no tendrán que enfrentarse a lo mismo, que tendrán progenitores que las animen a conocerse, a explorarse, a quererse, y a desactivar todos los mensajes sexistas que les dicen que ser una niña es diferente a ser un niño. Que sus sueños, sus intereses y sus expectativas deben ser distintos. Que su cuerpo es, sobre todo, el objeto de deseo de las miradas ajenas. Y que deben tener miedo a salir solas porque siempre, siempre, hay agresores, hombres, sueltos.

Con la mirada perdida entre el cielo, el mar, y esas dunas fosilizadas, ocres y caprichosas, que dan forma a las calas cercanas a El Playazo, agradezco esta libertad trabajosamente conquistada, sí, pero libertad al fin.

La Jonquera-Banyuls sur Mer. Sola, ebria y medio salvaje, regreso de nuevo a casa

Últimos treinta y cinco kilómetros (en dos etapas muy desiguales) y un final de ruta de los que no se olvidan. Por duro, por bello y por obligarme a ir haciendo planes sobre la marcha. La larga subida al Neulós, el punto culminante de las Alberas (1256m de altura a unos veinte kilómetros del mar), me pilla con una medio pájara que demanda líquido de forma constante, lo que hace que agote todas mis reservas antes de llegar a la cima y que vaya haciéndome a la idea de que no puedo seguir adelante.

De La Junquera a la ermita de Santa Lucía.

Pero como siempre, la montaña sorprende. Ya arriba y resignada a cambiar de rumbo y dirigirme al Coll d’Ullat me ofrezco a hacer una foto a una chica que acaba de llegar. Ella también me hace la foto. Me pregunta donde voy, le cuento mi cambio de planes porque no sé si encontraré alguna fuente más adelante y… ¡me da un litro entero de agua! A pesar de que no es ni mucho menos la primera vez que me pasan estas cosas, no dejan de sorprenderme y de parecerme auténticas piruetas del destino. No hay palabras para mi gratitud pero sí para mi cambio de humor, ¡incluso de estado físico! Lo peor está hecho, y aunque no llegue al refugio del Coll de Banyuls para dormir allí siempre puedo poner la tienda en alguno de los collados que hay en el camino sabiendo que la sed ya no será un problema.

Primer collado del día. El Neulós todavía queda muy lejos (es la montaña que se ve al fondo) y el final del día mucho más.

Y lo que son las cosas, poco después, cuando ya no la necesito, aparece una fuente, la fuente de la Tanyareda, que sí, que estaba en el mapa, pero que ya sé yo que no siempre me puedo fiar de las fuentes de los mapas. Vuelvo a agradecer a mi querida donante su generosidad y sigo. Y durante los más de diez kilómetros que me quedan voy pensando en dónde poner la tienda, pero, a lo tonto a lo tonto, bosque aquí, collado allá, sigo andando y llego hasta donde empieza la bajada al Coll de Banyuls y me digo que por qué no, y me tiro de cabeza hacia abajo hasta completar lo previsto inicialmente. Eso sí, llego a las ocho de la tarde y aunque no me hace demasiada ilusión dormir en un refugio no guardado con otras cuatro personas que ya están allí… estoy demasiado cansada para montar la tienda. Total, es solo una última noche.

En la cima del Neulós. Foto hecha por mi «donante» de agua.

Por la mañana, directa a Banyuls. Nada de volver a atravesar el paraje desértico de las Alberas bajo el sol de agosto que sería lo que tendría que hacer si quisiera llegar a Llançà. Quiero tocar cuanto antes el mar y disfrutar de un día de descanso, así que madrugo, mucho, y a las 9.30 ya estoy tomando mi petit (grand) dejeuner pegada al Mediterráneo.

¿Qué me queda después de estos días, o mejor, después de estos años (son ya dieciséis los veranos que llevo enganchada a esta ruta)? No miento si digo que, aunque sea yo quien la ha caminado, es la ruta la que me ha hecho a mí. Mil cursos y libros de crecimiento personal no me habrían dado tanto.

Banyuls-sur-Mer. Por fin, el mar.

Lo primero, ha supuesto encontrar y vivir lo que es una auténtica pasión, algo que no es nada fácil, y menos para las personas que, como yo, tendemos a adaptarnos a casi cualquier cosa. Te adaptas y te sientes razonablemente feliz en casi cualquier circunstancia, pero sin pasión siempre hay un vacío, una insatisfacción, una necesidad constante de búsqueda. Una pasión, al andar lo he descubierto, es aquello que nos absorbe y nos completa a la vez. Y que nos trasforma. Seguramente, sin este transpirineandar, estos años también me habrían cambiado pero… no tanto ni de la misma forma. Y no lo cambio por nada.

Cena de lujo en Banyuls

También siento que he ganado libertad. Porque el andar sola me ha abierto las puertas a hacer otras muchas cosas sola y a cambiar definitivamente la forma en la que habito el espacio público en soledad. A no temer preguntas como «¿estás sola?», «¿no esperas a nadie?» o «¿mesa para cuántos?» y a responderlas con la boca llena: «sí», «no», «para una, para mí». He dejado de querer invisibilizar mi soledad para pasar a disfrutarla sin reparos. A ocupar sin complejos la mejor mesa, a decir lo que pienso, a pedir lo que quiero, a decidir si ser simpática o antipática, si hablo o si callo. Y todo esto, que en general no es fácil, para una mujer lo es mucho menos. ¿Que también influye la edad? ¡Claro! Pero una parte importante es, sin duda, de esta ruta.

Y la libertad y la naturalidad (o un cierto «salvajismo») se dan la mano. Hay un anuncio de cerveza en la que un joven emprende una especie de viaje de autoconocimiento en bici que resume casi a la perfección lo que es una aventura de estas características e ilustra también esa sensación de semisalvajismo. Cansancio extremo; paisajes increíbles; encuentro con animales salvajes; lluvia y mal tiempo; comer cualquier cosa y de cualquier manera; correr desnudo… y llegar a bañarse en el mar. Desde el primer día en que lo vi pensé en por qué no han hecho el mismo anuncio con una chica. ¿Qué tal verlo imaginando que la protagonista fuera una mujer? Salvando las distancias, podría ser yo misma. De hecho, hasta los escenarios donde se ha rodado el anuncio son, en su mayoría, los mismos por los que he pasado esta última semana: de la Alta Garrotxa al Mediterráneo. En su caso, Cap de Creus; en el mío, un poco más al norte, Banyuls.

Finalmente, la borrachera de sensaciones, de aprendizajes, de reflexiones aún por digerir. La sensación de que, ahora sí, estoy en paz con estas montañas que ya ha atravesado prácticamente tres veces, dos en soledad. Agradecida a mi cuerpo por resistir, por mostrarse poderoso. Y por fin, mirando lo hecho sin nostalgia, sin sentir la necesidad de volver atrás, sino sabiendo que ya es parte de mí. Y feliz de esta sensación que es mezcla de familiaridad y plenitud.

Maçanet de Cabrenys-La Jonquera. Los bulos y la memoria.

Son días de muchos cambios y muy rápidos. La noche en Coustouges fue mejor de lo previsto (cosas del buen dormir que tiene una, sobre todo si el cansancio acompaña) pero por la mañana seguía lloviendo, así que pasé al Plan B: autobús a Maçanet para hoy seguir desde aquí. Ha sido pasar de la “indigencia” de una gite municipal al lujo de La Quadra (un hotel rural con mucho buen hacer y montones de cariño). Y también la ocasión de conversar con el conductor del autobús (del que soy la única pasajera), un señor la mar de amable, cazador, defensor de los toros, y comprador de bulos varios antianimalistas y antiecologistas. Como no es la primera vez que me encuentro algo así en los últimos meses, y como tengo un día entero libre, me ha dado por investigar. 

Coustouges. Sigue lloviendo.

Mi conductor afirma cosas tales como que ya no se pueden limpiar los montes (por eso los incendios); como que ahora tienen más derechos los animales que las personas (pone el ejemplo de la eutanasia ¿?); o como que es tan respetable quien defiende la tauromaquia como quien no lo hace. Y yo veo su amabilidad y le escucho. ¿Qué razones puede tener para creer esas cosas? Antes me informo.  

El camino de subida de Maçanet a las Salinas.

Primero, sí, hay limitaciones en los montes, y ni se pueden cortar especies protegidas, ni quemar rastrojos sin autorización, ni limpiar en determinadas épocas (cuando especies animales sensibles están criando). Es decir, se puede cortar y recoger lo no protegido (siempre que no sea de propiedad ajena y para explotación propia); la autorización para las quemas es un trámite necesario (parece que más de la mitad de los incendios se ocasionan precisamente por quemas incontroladas); y hay muchas épocas del año en las que sí se pueden limpiar los bosques (y eso ya va en la gestión de los propietarios, sean públicos o privados). Segundo, la eutanasia no es igual al sacrificio. No, no se pueden sacrificar animales de compañía (como son los perros), es decir, no puedes matar a tu mascota cuando quieras sino que la decisión la tomas con la veterinaria (ya son más mujeres que hombres las profesionales de este sector) y tiene que ver con que tu animal tenga alguna enfermedad incurable y esté sufriendo. Y tercero, sí, si desaparece la tauromaquia, lo normal es que los toros de lidia se extingan. No sé si es una pena o no, pero tengo claro que convertir la muerte y/o el sufrimiento de un animal en espectáculo dice muy poco de la humanidad de los humanos. ¡Para ser un día de descanso, no está mal!

Alcornoque, ya muy cerca de La Jonquera, en un bosque inmerso en plenas tareas de limpieza.

Y ya hoy, con los deberes hechos, echo a andar hacia La Jonquera. Y los bosques ya no son de hayas, sino de alcornoques, encinas y pinos (¡y en más de uno están en plena tarea de limpieza!). Y el terreno que piso –pistas secas, polvorientas y medio abandonadas– está salpicado de grandes piedras calizas de formas caprichosas y redondeadas. Y solo me encuentro a algún que otro caminante del GR11… pero es como si me rodearan multitudes. El espíritu de miles de republicanos de izquierdas sigue estando en estos collados por los que tuvieron que abandonar su país. Hay placas y monumentos por todas partes, incluso un museo de la memoria en La Jonquera. Pero de todos los monumentos, el que más me sigue emocionando es el de La Vajol, inspirado en la foto con que se abre esta entrada (el enlace es al blog de Francisco Javier Solé Ribas, donde cuenta la historia del mismo y de otros de la zona y se pueden ver fotos).

Placa en el Coll de Lli. Una de tantas que conmemoran el exilio de los republicanos.

Ver, sentir estos caminos, y hacerlo sabiendo que el fascismo avanza de nuevo y que lo hace también de la mano de personas amables en las que, sin embargo, el discurso del miedo cala gracias, en parte, a los bulos, me desanima profundamente. Y el desánimo sigue cuando llego a La Jonquera, uno de esos pueblos catalanes en los que parece haber ya más árabes que autóctonos y me doy cuenta de lo difícil que puede ser la integración en estas circunstancias (y, de nuevo, lo fácil que es cargar contra el extraño). 

Cerca del Coll de Lli, una vista del mar.

Y aún así, y pese a crecer a la espalda el monstruo comercial que se extiende paralelo a la autopista, La Jonquera es un pueblo en el que la gente es amabilísima y en el que duermo en una pensión de las de antes, regentada por una señora de no menos de ochenta años que apunta mi nombre y DNI con un lápiz mínimo en un “excel” analógico. Contrastes. 

Nôtre dame du Coral-Coustouges (Costoja): La Muga, o el laberinto verdirojo

El Muga, la Muga, es un río que nace entre la francesa Vallespir y l’Alt Empurdà y durante sus primeros kilómetros él mismo es la frontera, quizá de ahí su nombre. En su origen es una grieta roja, una cicatriz gigante de tierra arcillosa que se abre entre bosques en una zona en la que transitar fuera de pistas es imposible y en la que la mayoría de los caminos que señala el mapa se han perdido. Hace siete años, cuando pasé sola por allí, me perdí ya en Sierra Lobera, el bosque que lo bordea en su margen francés, y acabé, yo también, herida por las muchas zarzas de la zona intentando encontrar caminos imposibles.

Vista desde el mirador de la Muga

Hoy, cuando he empezado a andar, tenía miedo. Miedo de volver a perderme, de volver a arañarme, de no saber… Y miedo de saber que no hay nadie a quien preguntar. Es lo que tiene elegir variantes solitarias. Las únicas personas que he visto hoy son mis compañeros de desayuno; algún que otro vecino madrugador en el precioso pueblo de Lamanère; un señor nonagenario que más bien parecía una estatua en otro precioso e hiperdiminuto pueblo, Vilaroja, ya cerca del final; y una señora que ha parado su coche para preguntarme a dónde iba y darme ánimos a un kilómetro ya de mi destino. En medio, veintitantos kilómetros de bosques solitarios con la sola, pero importante distorsión, la del Muga.

Puente de entrada a Lamanère

Volviendo a él, al Muga, a la Muga, y a mis miedos, hoy he intentado exorcizarlos diciéndome a mí misma que llevo mi track de hace años (aunque casi mejor no seguirlo teniendo en cuenta lo duro que fue); un mapa actualizado de la zona que, esta vez sí, no como entonces, es el que usa mi gps; y otro track más que me ha bajado de Wikiloc, el único que he encontrado que coincide con lo que quiero hacer (los tracks por aquí son absolutamente escasos, lo que da idea de lo poco transitado que es esto). No es gran cosa, y más teniendo en cuenta que el autor de este último recomienda evitar la zona por difícil de andar y mal señalizada, pero… es lo que hay. Aún así, me prometo a mí misma no volver a meterme por ningún camino no señalizado… ¡y casi lo incumplo!

Bosques de tierra roja

Me ha salvado el tomármelo con calma, pararme a pensar, pedir ayuda telefónica (a Ramon, sabiendo que pondría la sensatez que a veces yo no tengo) y convencerme a mí misma, una vez explorados todos los caminos que están en el mapa pero no están en el terreno, que la mejor opción era seguir por el único camino señalizado, aun cuando este me llevara a otro destino. Impotente por segunda vez. Resignada.

Pero… a veces el mejor camino no es el más recto, y en el laberinto de pistas no transitadas pero sí muy bien trazadas que bordean por el norte la famosa Sierra Lobera (¿habría lobos allí?) empiezo a intuir una posibilidad y… me arriesgo y… ¡lo consigo! Eso sí, no sin el riesgo añadido de atravesar dos propiedades privadas. En la primera me meto pensando que es un atajo al pueblo de Vilaroja y me instalo un rato en su fuente al más puro estilo excursionista (largo baño de pies en el pilón), ¡menos mal que no hay ni un alma a la vista!; en la segunda… me meto, a pesar de los letreros disuasorios, para ahorrarme recorrido y la atravieso pensando en qué decir si alguien me para (nadie lo hace, ¡menos mal!, mi experiencia es que los franceses no se andan con chiquitas en estos casos).

El resultado es un día largo, pleno de bosques de hayas (y miles de moscas y mosquitas) en el que el cansancio me hace coger la primera opción para dormir que encuentro, que resulta ser la gite municipal en la que ya estuve pero en la que, esta vez, vive la camarera del bar de abajo y se ha instalado también un jubilado bastante obeso y muy, muy plasta, que se obstina en “explicarme cosas” (igualito que en el libro de Rebecca Solnit). Dormimos los tres en la única habitación de la gite que es, también, cocina y comedor y no puedo evitar sentirme indigente.

Y por la noche llueve.

Vallter-Nôtre dame du Coral: Creer o no creer (en una misma)

A ver, ¿por qué si tengo un track que dice que la distancia de hoy son veintiséis kilómetros y pico yo me obstino en creer que son poco más de veinte? ¿Por qué escucho a mis compañeros de cena hablar de lo dura que será su ruta de mañana y minimizo la mía cuando en realidad es bastante más larga que la suya (eso sí, menos conocida y parece que menos impresionante)? ¿Por qué las personas, algunas personas, tendemos a menudo a pensar que lo que hacen los otros es más valioso/difícil/duro/[póngase lo que se quiera] que lo nuestro?

Vista atrás en el camino hacia el Roc Colom

Es obvio que hoy no andaba sobrada de autoestima pero sí de inconsciencia ya que, por lo que sea (¿por ese subestimar lo propio?) pensaba que la etapa no era ni larga ni dura. Y bueno, según se mire. Si lo mido por pendiente ascendente, no, no ha sido gran cosa (solo unos 700m); ahora, si lo mido por el descenso (1700m) o le pregunto a mis pies, entonces ya la cosa cambia.

El Costabona desde el Roc Colom

Y por supuesto, está el tema psicológico. Si por lo que sea (por la dejadez de no haberme estudiado suficientemente bien la etapa y recurrir solo a la memoria como fuente de información), una piensa que el último collado de la etapa está dos horas antes de lo que realmente está, esas dos horas se hacen interminables y lo que viene después más interminable todavía. Cosas de la mente.

De frente, toda la carena descendente hacia el Coll d’Ares

Dicho esto, puede parecer que el día ha sido un desastre pero…, ¡para nada! Hoy sí puedo decir que esa sensación de falta de energía que tuve en las etapas que hice al comienzo del verano ha desaparecido y que andar vuelve a ser un placer (al menos los veinte primeros kilómetros). Que moverse por la inmensa llanura que se extiende por encima de Vallter, hasta llegar al Roc Colom, en un día despejado, es sentir cómo el corazón se expande. Que mirar hacia atrás y ver, ahora ya muy lejano, el Coll de la Marrana, el último que descendí ayer, resulta, cuando menos, impresionante. Que poner nombre a las montañas que se dibujan en torno a una es inmensamente satisfactorio. Y que empezar a descender sabiendo que me despido de los dosmiles es reconfortarse sabiendo que lo extraordinario existe mientras se retorna, poco a poco, a lo ordinario (o quizá no tanto).

Entre las nubes, el Canigó.

Y luego está la carena. Ese larguísimo trayecto fronterizo descendente dominado a la izquierda por el Canigó, cuya cumbre, cómo no, está semioculta entre las nubes a pesar del precioso día. La carena y la soledad. Porque en el momento que abandono el camino que baja desde el Costabona no me encuentro a nadie hasta llegar, ¿cuatro horas después? al Coll d’Ares. (¡Miento! ¡Veo a un ciclista y muchas vacas!).

Nôtre dame du Coral

Y tras el collado, de nuevo, una hora y media más en solitario hasta esa pequeña hermita-albergue en medio del bosque que es Nôtre dame du Coral. ¿Está abierta? Nadie lo diría, pero sí. Solo cinco personas cenamos y pernoctamos aquí hoy, y como nadie habla español, practico mi francés. ¡Nada fácil disertar sobre la fauna salvaje en España en un idioma que tengo tan oxidado!

¿Creer o no creer (en mí misma)? La cosa va a ratos. En fin, lo normal.

Nuria-Coll d’Eyne-Ull de Ter: Luna.

Al final, los astros se alinearon y también este verano hago una segunda ronda, Eso sí, me he saltado la Cerdaña y empiezo directamente en Nuria. Cosas de la logística, que no siempre es fácil (dejar el coche en Ripoll, coger un bus –que sustituye al tren– hasta Ribes, y enlazar, río Freser arriba, con la cremallera de Nuria).

Subiendo desde Nuria al Coll d’Eyne

El caso es que con tanto transporte empiezo a andar un poco tarde, a las 10.15, pero hace un día espléndido y podré alargar un poco subiendo primero al Coll d’Eyne para luego seguir la carena que bordea la Olla de Nuria. Y casi desde el principio empiezo a pensar en Luna, en sus dos meses recién cumplidos y en esos ojos inmensos que se abren al mundo queriendo saber. La culpa es de una madre que se sienta a mi lado con su bebé y, cosas de las asociaciones, me voy directa a todas esas heroínas silenciosas que son las madres (incluso las “malas madres”) y cómo, sin embargo, la medida de los héroes es casi exclusivamente masculina. Y cómo, mientras que lo que más define a estos es la muerte (arriesgarse a ella, encontrarla o infligirla), lo que define a aquellas es la vida (engendrarla, parirla, alimentarla). ¿Que sea habitual lo convierte en normal? El masculino y el femenino, que tienen esas cosas.

A mitad de la carena de la Olla de Nuria

En el acto de engendrar, parir y alimentar una vida nueva se dan la mano todas las características de un acto heroico (fuerza, valentía, constancia, resistencia al dolor….); pero también se añade, casi siempre, una de la que los héroes suelen adolecer: amor, mucho amor, muchísimo amor. En los ojos de Luna se adivinan las dosis infinitas de amor que la rodean pero todavía no está escrito el tipo de heroína que decidirá ser: discreta o ruidosa; anónima o famosa; cotidiana o extraordinaria. Pero sea lo que sea lo que decida, aquí estará su “tribu” para apoyarla.

Lagos de Carançá

Y en esas estoy cuando llego al Col d’Eyne, subo a Noufonts, sigo al Coll de Noucreus, dejo a mi izquierda los lagos de Carançá, desciendo por Tirapits, llego al nacimiento del Freser y, antes de saltar por el Coll de la Marrana a otro valle donde nace otro río, el Ter, me sorprendo ante un inmenso rebaño de rebecos. Duermo aquí, junto al nacimiento del río y la asocición aparece de nuevo: ríos que nacen y vidas que empiezan. Los unos con su cauce ya definido. Las otras, aún por definir. Un día precioso.

L’Hospitalet pres l’Andorra- Les Bouillouses. Las flores del Carlit son amarillas

Y blancas, y naranjas y violetas. Pero hoy me fijo solo en las amarillas. No solo porque es mi color favorito, sino porque también lo es el de dos amigas extraordinarias que cumplen años estos días. Como las verdaderas amistades, las flores del Carlit son muy escasas. Y como mis amigas, estas amigas, son grandísimas luchadoras capaces no solo de salir adelante incluso en un entorno tan hostil como es la piedra, sino de volverse, al hacerlo, aún más resistentes y bellas.

Han sido dos días de camino y una noche de luna llena estrenando tienda en la más apacible soledad a los pies del Carlit. ¿Podría haberlo hecho en un día? Quizás. Pero veintiséis o veintisiete kilómetros y cerca de 1500m de desnivel positivo con la subida más importante del día hacia el final de la etapa no me parecía ni prudente ni realista. Y más teniendo en cuenta que este año no me sobran las fuerzas. Otra opción hubiera sido dar la vuelta al Carlit en vez de subirlo, pero… en esta ocasión el ascenso es irrenunciable.

Lago de Besines

El caso es que he descubierto otra forma de aproximación a esta montaña –desde el noroeste, en vez desde el suroeste–, he podido pasar por el lago de Besines y comer una omelete en el refugio del mismo nombre (en una terraza de vistas impresionantes), y he tenido que atravesar el Col de la Coume d’Anyell, lo que me ha devuelto la posibilidad de extasiarme con la belleza de uno de esos circos rocosos pirenaicos que, entre tanto verde, ya estaba echando de menos este año.

De propina, y rondando entre las piedras, me he encontrado a la pareja más singular que haya visto nunca en la montaña: un hombre (¿de mi edad, algo mayor, más joven?) calvo, con barba larga, irregular y canosa y un solo diente, y una niña de siete años (¿su hija?¿su nieta?). Creo que son alemanes y apenas cruzo con él unas palabras en inglés, después de llegar al collado, cuando la niña comienza a llorar al ver el camino que todavía le queda por recorrer cuando ya ha hecho, sin duda, lo peor. ¡Una campeona! Ellos se van a la izquierda y yo sigo por la derecha, hacia la gigantesca presa de Lanoux, que comienzo a bordear por el norte hasta que ya a las siete de la tarde decido que es hora de plantar la tienda y descansar. La paz es inmensa, la vista maravillosa… pero me voy a dormir pronto acosada por los mosquitos.

Y a las seis me levanto, echo a andar a las siete, y a las ocho estoy en la base misma de esta, mi montaña mágica, contemplando con veneración su tramo final: un zigzag vertical recortado en la piedra que desde aquí parece un camino de penitencia pensado para grandes pecadores. Si fuera religiosa me habría santiguado, (¡y he tenido la tentación de hacerlo!) pero como no lo soy, solo le he dado las gracias a mi particular diosa de las montañas por darme la idea de dormir cerca y poder comenzar a recorrer este tramo final en absoluta soledad. ¡Gracias diosa!

Durante la hora y media que empleo en esa subida final (vale, sí, soy lenta) y en la que mi única compañía son los gritos de una marmota madrugadora, me voy dando cuenta de que el Carlit no solo es mi montaña mágica sino que constituye, él mismo, la esencia de mi ikigai, (eso que vendría a ser «el sentido de la vida» pero que suena mejor –y menos pretencioso– en japonés). De hecho, cuando hace años, en un ejercicio que hago a menudo con mi alumnado pero que esta vez hice para mí misma, algunas de las cosas que escribí sobre mi ikigai eran: «experimentar la libertad», «sentir que todo es posible», «hacer proyectos y realizarlos», «jugar y divertirse», «abrirse a mundos y experiencias», «disfrutar del aire libre», o «buscar siempre la belleza, fundirse, integrarse con ella, verla, oírla, tocarla, hasta caer agotada». ¿No es exactamente todo eso lo que estoy haciendo hoy?

Desde la cima del Carlit (2921m)

Llegar a la cima del Carlit, a 2921m, es llegar al Paraíso. Y más un día como hoy, con un cielo azul perfecto y una temperatura que permite estar de manga corta a las diez de la mañana mientras el resto del mundo se cuece. La vista es una de las más hermosas del Pirineo, no solo porque al este se extiende el paisaje increíble de las Bouillouses (o Bullosas), con sus múltiples lagos, sino porque, al contrario que otras cumbres (especialmente las de esta envergadura), el Carlit es una montaña relativamente aislada, lo que le da una perspectiva del todo excepcional. Pero también es una cumbre muy transitada, especialmente en un día como hoy, 14 de julio, fiesta nacional en Francia. Y aunque cuando una está en el Paraíso lo último que quiere es irse de allí, tampoco quiero quedarme demasiado tiempo porque el comienzo de la bajada es complicado y peligroso y es mejor hacerlo sin demasiada gente. No hay camino. Solo marcas que indican por dónde «descolgarse» mejor. Eso sí, hay muchos sitios donde agarrarse y a mí, lo de trepar y destrepar, siempre me ha gustado. Un poco de concentración y sin problemas. Después ya solo queda recorrer los siete kilómetros que faltan hasta la presa mientras los lagos se vuelven más y más cercanos, disfrutar de la comida en Les Bones Hores y coger el autobús que me acerca al mundo civilizado. Porque, ya lo he decidido, por ahora lo dejo aquí. Demasiado calor.

Recuperando más frases de aquel ejercicio pasado en busca de mi ikigai, encuentro esta otra: «vivir la calidez de ese pecho protector que es el amor y encontrar gente maravillosa: mi familia». Este año mi familia, esa que forman las personas que van apareciendo en la vida y se acaban convirtiendo en pilares fundamentales de la misma, ha seguido creciendo (poco en cantidad pero mucho en calidad) y me siento, por ello, cada vez más agradecida.

Gracias diosa 🙂

Soldeu-L’hospitalet pres l’Andorre: A vueltas con el condicional.

Si ayer el mapa hubiera estado bien (o hubiera preguntado, o no hubiera dado por supuesto que no iba a poder hacerlo) habría llegado al refugio del Juclar sin problemas y hoy estaría ya a medio camino del Carlit. Y si hoy mi nuevo mapa, supuestamente actualizado, hubiera estado bien, habría llegado bastante antes a L’hospitalet –el pueblo fronterizo francés donde he acabado mi etapa de hoy– y posiblemente también hubiera seguido y avanzado un poco más en el camino a mi montaña mágica. 

Saliendo de Soldeu rumbo a Port Dret

Si hubiera decidido hacer el mismo camino que hace años, seguramente no me habría liado (aunque nunca se sabe) pero habría tenido que atravesar el engendro de Pas de la Casa y no hubiera descubierto el valle que hay a sus espaldas, precioso y nada transitado (desde que he empezado a descender desde Port Dret no me he encontrado ni un alma).

Port Dret

Y si cuando he llegado a la cabaña de la Portella, y las marcas del sendero han empezado a contradecirse con las de mi recién comprado mapa, hubiera seguido las primeras, no sé dónde habría acabado, posiblemente en el mismo sitio, pero me habría perdido la “experiencia” de andar durante un par de horas siguiendo un sendero que, en caso de existir, hace tiempo que quedó oculto por malas hierbas de medio metro de altura; y también la de seguir durante una hora más por un camino de ganado entre barrizales y escobas. ¿Prescindible? Sí. Aunque toda una experiencia.

Clots d’Ortafá, un valle solitario y precioso a la espalda de Pas de la Casa

Pero si hubiera llegado antes y menos cansada a mi destino, no hubiera parado en el primer bar que he encontrado y que resulta que también era una gîte. No hubiera pedido habitación sin pensar en si estaría bien o mal y no hubiera conocido a Fátima, mi anfitriona portuguesa, que no solo ha sido extraordinariamente amable sino que me ha dado una cena espectacular. 

Y si alguien me hubiera dicho hace años que en la vida cada cosa aparentemente buena te puede llevar a una mala y al revés; y que los “mapas” de cómo recorrerla –la vida, y al igual que los de montaña–, por muy bien hechos que estén y por mucho tiempo que parezca que lleven funcionando, son solo una referencia; posiblemente habría perdido mucho menos tiempo y energías en ajustarme a territorios de otros y habría empezado antes a escuchar las voces que me dictaban mi propio camino. 

Sorteny-Soldeu: La flor del viento 

La flor del viento crece en Sorteny e inunda toda la subida al Coll de Meners, a los pies del Pic de la Serrera, uno de los más altos de Andorra. Con sus ”pelos” al viento (también se llama velluda blanca), me parece una flor preciosa y muy fotogénica.

Lo que tiene Andorra es que, entre el verde deslumbrante, siempre acaban apareciendo pistas de esquí

¿Me estoy reconciliando con Andorra? A medias. Es cierto que estoy poniendo imágenes a lo que en su momento no pude ver y que me estoy empapando de verde y ya no de lluvia. Pero hoy mi mente ha decidido que era un buen día para fastidiar y se ha puesto a ello. Ha empezado cuestionando si no estoy planteando etapas por encima de mis posibilidades. Se ha puesto a medirme y compararme con todo aquel que me encuentro en mi camino. A ponerme a competir conmigo misma, o mejor, con el recuerdo que tengo de mí misma. A llevarme a envidiar a quien me dice que viene de Hendaya y a sentir nostalgia por el sentimiento que yo misma tenía cuando llegué aquí desde allí. A recordarme que quizá ya no tiene sentido intentar terminar esta segunda vez cuando no la he hecho “como es debido”, es decir, de un tirón. A hacerme ver lo mucho que me paro en las subidas a los puertos y a decirme que esto ya no es lo mío. A criticarme por no haberme bajado antes el mapa de Andorra actualizado, lo que me hubiera evitado hoy andar buscando caminos existentes solo en mi viejo mapa. Y a recriminarme porque, con el mapa actual, hubiera llegado a mi objetivo más exigente para hoy, el refugio de Juclar, ese para el que ayer, también mi mente, no me veía capacitada. En vez de eso, he vuelto a acabar, como la otra vez, en Soldeu. El día de la marmota. ¡Menos mal que ya sé que solo son voces y que esas voces no son la realidad!

La realidad es que ando bastante bien aunque sí, me estén costando las subidas (¿y cómo no, con diez kilos de más a la espalda?), pero bajo sin problemas, sin dolores, sin… La realidad es que sigo deslumbrándome por los paisajes y sigo disfrutando de la soledad. La realidad es que no se puede vivir en el recuerdo (y mucho menos querer sentir las mismas cosas que se sintieron) y que quizá ese recuerdo ahora mismo me está pesando más de la cuenta y me está impidiendo abrirme a la experiencia sin más condicionantes que los externos. La realidad es que hoy me he vuelto a bañar en un lago y que el spa del hotel de Soldeu tampoco está nada mal.

Y la realidad es que alguien me ha dejado un caramelo justo en el Coll des Meners y que adoro la belleza y la delicadeza de esa flor del viento que hoy me ha acompañado en el camino.