El Muga, la Muga, es un río que nace entre la francesa Vallespir y l’Alt Empurdà y durante sus primeros kilómetros él mismo es la frontera, quizá de ahí su nombre. En su origen es una grieta roja, una cicatriz gigante de tierra arcillosa que se abre entre bosques en una zona en la que transitar fuera de pistas es imposible y en la que la mayoría de los caminos que señala el mapa se han perdido. Hace siete años, cuando pasé sola por allí, me perdí ya en Sierra Lobera, el bosque que lo bordea en su margen francés, y acabé, yo también, herida por las muchas zarzas de la zona intentando encontrar caminos imposibles.

Hoy, cuando he empezado a andar, tenía miedo. Miedo de volver a perderme, de volver a arañarme, de no saber… Y miedo de saber que no hay nadie a quien preguntar. Es lo que tiene elegir variantes solitarias. Las únicas personas que he visto hoy son mis compañeros de desayuno; algún que otro vecino madrugador en el precioso pueblo de Lamanère; un señor nonagenario que más bien parecía una estatua en otro precioso e hiperdiminuto pueblo, Vilaroja, ya cerca del final; y una señora que ha parado su coche para preguntarme a dónde iba y darme ánimos a un kilómetro ya de mi destino. En medio, veintitantos kilómetros de bosques solitarios con la sola, pero importante distorsión, la del Muga.

Volviendo a él, al Muga, a la Muga, y a mis miedos, hoy he intentado exorcizarlos diciéndome a mí misma que llevo mi track de hace años (aunque casi mejor no seguirlo teniendo en cuenta lo duro que fue); un mapa actualizado de la zona que, esta vez sí, no como entonces, es el que usa mi gps; y otro track más que me ha bajado de Wikiloc, el único que he encontrado que coincide con lo que quiero hacer (los tracks por aquí son absolutamente escasos, lo que da idea de lo poco transitado que es esto). No es gran cosa, y más teniendo en cuenta que el autor de este último recomienda evitar la zona por difícil de andar y mal señalizada, pero… es lo que hay. Aún así, me prometo a mí misma no volver a meterme por ningún camino no señalizado… ¡y casi lo incumplo!

Me ha salvado el tomármelo con calma, pararme a pensar, pedir ayuda telefónica (a Ramon, sabiendo que pondría la sensatez que a veces yo no tengo) y convencerme a mí misma, una vez explorados todos los caminos que están en el mapa pero no están en el terreno, que la mejor opción era seguir por el único camino señalizado, aun cuando este me llevara a otro destino. Impotente por segunda vez. Resignada.


Pero… a veces el mejor camino no es el más recto, y en el laberinto de pistas no transitadas pero sí muy bien trazadas que bordean por el norte la famosa Sierra Lobera (¿habría lobos allí?) empiezo a intuir una posibilidad y… me arriesgo y… ¡lo consigo! Eso sí, no sin el riesgo añadido de atravesar dos propiedades privadas. En la primera me meto pensando que es un atajo al pueblo de Vilaroja y me instalo un rato en su fuente al más puro estilo excursionista (largo baño de pies en el pilón), ¡menos mal que no hay ni un alma a la vista!; en la segunda… me meto, a pesar de los letreros disuasorios, para ahorrarme recorrido y la atravieso pensando en qué decir si alguien me para (nadie lo hace, ¡menos mal!, mi experiencia es que los franceses no se andan con chiquitas en estos casos).




El resultado es un día largo, pleno de bosques de hayas (y miles de moscas y mosquitas) en el que el cansancio me hace coger la primera opción para dormir que encuentro, que resulta ser la gite municipal en la que ya estuve pero en la que, esta vez, vive la camarera del bar de abajo y se ha instalado también un jubilado bastante obeso y muy, muy plasta, que se obstina en “explicarme cosas” (igualito que en el libro de Rebecca Solnit). Dormimos los tres en la única habitación de la gite que es, también, cocina y comedor y no puedo evitar sentirme indigente.
Y por la noche llueve.