Cuando salir parece un milagro, cuando cada día te preguntas cuál es perímetro que podrás recorrer sin infringir la ley, cuando acumulas fines de semana en los que coger el coche y escaparte a alguna parte (a andar, a comer, a ver a alguien, a perderte…) está absolutamente descartado, cuando parece que ya no es posible hacer otros planes que ir de casa al trabajo y del trabajo a casa… el que te digan que ya puedes salir de tu municipio y moverte por toda la provincia es más que un milagro. Es florecer. Es volver a la vida.

¿No os pasa que de tan fácil que ha sido viajar lejos en los últimos años se os ha olvidado que no solo son viajes aquellos que nos llevan a 1000, a 2000, o a 10000 kilómetros de distancia, sino que viajar también es habitar y explorar espacios cercanos? Recuperar el placer de un sábado en la sierra y sorprenderse de lo bonito que está el campo y de lo cerca que lo teníamos aunque no pudiéramos salir a verlo y aunque cuando hemos podido hacerlo nunca ha sido el primero de nuestros planes. En el fondo es casi un regreso a la infancia, cuando los viajes eran cercanos y cuando un día en el monte era toda una aventura.
Y con esta sensación de libertad parcialmente recuperada y con estas ganas de viajar no ya a los confines de la tierra pero sí a los de la provincia, ayer, sábado, Ana y yo cogimos el coche y nos plantamos en Cazalla de la Sierra dispuestas a hacer el Sendero de las laderas: algo más de ocho kilómetros de camino entre alcornoques y alguna que otra mimosa florecida.

Hay días de andar deprisa y días de tomárselo con calma. Y este sendero invita a la calma. Invita a abrazar esos troncos parcialmente desnudos. Invita a la charla. Invita a dejar que los ojos vaguen por el horizonte de dehesas y colinas. Invita a sentarse junto al río, el Huéznar, a cruzar sus puentes y a escuchar sus aguas. E invita a dejarse inundar por la tranquilidad que da el rodearse de árboles centenarios.

Y mientras tanto, horas de charla tan fluida como el río. Tan trasparente como sus aguas. Tan cercana como esta sierra olvidada que está tan solo a poco más de una hora de nuestras casas. Comprobar que la amistad florece en tiempos de Covid y que la belleza cercana no tiene nada que envidiar a la lejana. Y por la tarde, la pequeña maravilla de las cascadas del Huéznar.

Entre las muchas cosas que están cambiando en estos tiempos, no puedo evitar pensar que el obligarnos a volver la vista a lo cotidiano, a lo más próximo, a lo privado, así como el cambio en nuestra forma de relacionarnos (e incluso el con quién nos relacionamos), supone un punto de inflexión insospechado que tiene una parte indudablemente positiva. Creíamos (creía) que todo lo excepcional estaba fuera; que todo lo por descubrir pertenecía a otros países, a otras culturas, a otros mundos; que la felicidad nos esperaba siempre lejos. Creíamos (creía) en el crecimiento perpetuo, en la expansión a toda costa, en progresar constantemente…
Quizá vaya siendo hora de parar. De dejar de vivir sorteando obstáculos y, por qué no, de empezar a hacerlo permitiéndonos ver (y escuchar) el fluir de la corriente.
