El Playazo de Rodalquilar: dando gracias a la vida

Alejarme del bullicio de la Navidad con todas sus expectativas familiares, de diversión y de consumo, para asomarme al entorno mágico de Rodalquilar empieza a ser una costumbre. Una tradición como otra cualquiera, pero inmensamente mas gratificante que cualquier otra. Un rencontrarse para renovarse. Un veraneo en pleno invierno en el que vuelvo a andar por caminos desérticos, trepo por lomas que conducen a vistas prodigiosas y busco calas que me inundan de luz, de sol, de mar. Un adentrarme en el silencio y, en él, conseguir escucharme. Una oportunidad de sentir cómo el alma se ensancha.

Pero no, no es el paisaje, ni el mar, ni la inmensa variedad de rocas volcánicas que se despliegan ante los ojos lo que más agradezco estos días. Ni es tampoco lo que más disfruto esta temperatura primaveral que permite bañarse en pleno invierno. Lo que más agradezco, mientras ando esquivando matas de salvia, esparto y romero florecido, es la libertad que siento y que sé que valoro infinitamente más por el hecho de que, al ser mujer, no me ha sido dada.

Me refiero a la libertad de andar sola sin miedo a lo que pueda pasar. Sin miedo a que cada hombre que me cruzo pueda ser un posible agresor (sexual o no). Sin más miedo a que me pase algo del que pudiera tener un hombre. Sin más limitaciones que las que me pone el cuerpo y confiando en mí misma y en mis capacidades. Me refiero también a la libertad de mostrarme tal cual soy. De vestirme pensando solo en la comodidad o de bañarme desnuda sin pensar en quién pueda estar mirando. De olvidarme de la mirada ajena, incluso de la propia, que demasiado a menudo acaba siendo una forma de autorevisión previa al mostrarse a los otros. Y me refiero a la libertad de dejar de luchar para que los demás me validen y validen mis acciones. Dejar de sentir que tengo que esforzarme para que me quieran, que tengo que estar siempre disponible, siempre atenta, siempre sonriente, siempre entregada. Dejar de pensar que la felicidad siempre es el otro para saber que está en mí misma, en todas esas cosas que me hacen feliz y en todas esas personas con las que la comunicación y el amor fluyen, generosos, de lado a lado. Siempre en equilibrio, siempre en paz, siempre creciendo en profundidad.

¿Son cosas simples? ¿Sencillas? Tal vez. Y seguramente habrá muchos hombres que tampoco sientan conquistadas esas libertades. Pero sé que el miedo a ir sola, la necesidad de dedicar gran cantidad de tiempo y recursos a la apariencia, y el cifrar la felicidad propia en encontrar esa pareja de ensueño en la que inmolarnos consciente o inconscientemente, son condicionantes que nosotras recibimos en una medida inmensamente mayor que ellos. ¿Lo bueno? Que el tener que enfrentarse a tanto obstáculo da la oportunidad de crecer y aprender por el camino. Y estoy agradecida por ello.

Pero aún así, quiero pensar que las niñas de ahora no tendrán que enfrentarse a lo mismo, que tendrán progenitores que las animen a conocerse, a explorarse, a quererse, y a desactivar todos los mensajes sexistas que les dicen que ser una niña es diferente a ser un niño. Que sus sueños, sus intereses y sus expectativas deben ser distintos. Que su cuerpo es, sobre todo, el objeto de deseo de las miradas ajenas. Y que deben tener miedo a salir solas porque siempre, siempre, hay agresores, hombres, sueltos.

Con la mirada perdida entre el cielo, el mar, y esas dunas fosilizadas, ocres y caprichosas, que dan forma a las calas cercanas a El Playazo, agradezco esta libertad trabajosamente conquistada, sí, pero libertad al fin.