La Jonquera-Banyuls sur Mer. Sola, ebria y medio salvaje, regreso de nuevo a casa

Últimos treinta y cinco kilómetros (en dos etapas muy desiguales) y un final de ruta de los que no se olvidan. Por duro, por bello y por obligarme a ir haciendo planes sobre la marcha. La larga subida al Neulós, el punto culminante de las Alberas (1256m de altura a unos veinte kilómetros del mar), me pilla con una medio pájara que demanda líquido de forma constante, lo que hace que agote todas mis reservas antes de llegar a la cima y que vaya haciéndome a la idea de que no puedo seguir adelante.

De La Junquera a la ermita de Santa Lucía.

Pero como siempre, la montaña sorprende. Ya arriba y resignada a cambiar de rumbo y dirigirme al Coll d’Ullat me ofrezco a hacer una foto a una chica que acaba de llegar. Ella también me hace la foto. Me pregunta donde voy, le cuento mi cambio de planes porque no sé si encontraré alguna fuente más adelante y… ¡me da un litro entero de agua! A pesar de que no es ni mucho menos la primera vez que me pasan estas cosas, no dejan de sorprenderme y de parecerme auténticas piruetas del destino. No hay palabras para mi gratitud pero sí para mi cambio de humor, ¡incluso de estado físico! Lo peor está hecho, y aunque no llegue al refugio del Coll de Banyuls para dormir allí siempre puedo poner la tienda en alguno de los collados que hay en el camino sabiendo que la sed ya no será un problema.

Primer collado del día. El Neulós todavía queda muy lejos (es la montaña que se ve al fondo) y el final del día mucho más.

Y lo que son las cosas, poco después, cuando ya no la necesito, aparece una fuente, la fuente de la Tanyareda, que sí, que estaba en el mapa, pero que ya sé yo que no siempre me puedo fiar de las fuentes de los mapas. Vuelvo a agradecer a mi querida donante su generosidad y sigo. Y durante los más de diez kilómetros que me quedan voy pensando en dónde poner la tienda, pero, a lo tonto a lo tonto, bosque aquí, collado allá, sigo andando y llego hasta donde empieza la bajada al Coll de Banyuls y me digo que por qué no, y me tiro de cabeza hacia abajo hasta completar lo previsto inicialmente. Eso sí, llego a las ocho de la tarde y aunque no me hace demasiada ilusión dormir en un refugio no guardado con otras cuatro personas que ya están allí… estoy demasiado cansada para montar la tienda. Total, es solo una última noche.

En la cima del Neulós. Foto hecha por mi «donante» de agua.

Por la mañana, directa a Banyuls. Nada de volver a atravesar el paraje desértico de las Alberas bajo el sol de agosto que sería lo que tendría que hacer si quisiera llegar a Llançà. Quiero tocar cuanto antes el mar y disfrutar de un día de descanso, así que madrugo, mucho, y a las 9.30 ya estoy tomando mi petit (grand) dejeuner pegada al Mediterráneo.

¿Qué me queda después de estos días, o mejor, después de estos años (son ya dieciséis los veranos que llevo enganchada a esta ruta)? No miento si digo que, aunque sea yo quien la ha caminado, es la ruta la que me ha hecho a mí. Mil cursos y libros de crecimiento personal no me habrían dado tanto.

Banyuls-sur-Mer. Por fin, el mar.

Lo primero, ha supuesto encontrar y vivir lo que es una auténtica pasión, algo que no es nada fácil, y menos para las personas que, como yo, tendemos a adaptarnos a casi cualquier cosa. Te adaptas y te sientes razonablemente feliz en casi cualquier circunstancia, pero sin pasión siempre hay un vacío, una insatisfacción, una necesidad constante de búsqueda. Una pasión, al andar lo he descubierto, es aquello que nos absorbe y nos completa a la vez. Y que nos trasforma. Seguramente, sin este transpirineandar, estos años también me habrían cambiado pero… no tanto ni de la misma forma. Y no lo cambio por nada.

Cena de lujo en Banyuls

También siento que he ganado libertad. Porque el andar sola me ha abierto las puertas a hacer otras muchas cosas sola y a cambiar definitivamente la forma en la que habito el espacio público en soledad. A no temer preguntas como «¿estás sola?», «¿no esperas a nadie?» o «¿mesa para cuántos?» y a responderlas con la boca llena: «sí», «no», «para una, para mí». He dejado de querer invisibilizar mi soledad para pasar a disfrutarla sin reparos. A ocupar sin complejos la mejor mesa, a decir lo que pienso, a pedir lo que quiero, a decidir si ser simpática o antipática, si hablo o si callo. Y todo esto, que en general no es fácil, para una mujer lo es mucho menos. ¿Que también influye la edad? ¡Claro! Pero una parte importante es, sin duda, de esta ruta.

Y la libertad y la naturalidad (o un cierto «salvajismo») se dan la mano. Hay un anuncio de cerveza en la que un joven emprende una especie de viaje de autoconocimiento en bici que resume casi a la perfección lo que es una aventura de estas características e ilustra también esa sensación de semisalvajismo. Cansancio extremo; paisajes increíbles; encuentro con animales salvajes; lluvia y mal tiempo; comer cualquier cosa y de cualquier manera; correr desnudo… y llegar a bañarse en el mar. Desde el primer día en que lo vi pensé en por qué no han hecho el mismo anuncio con una chica. ¿Qué tal verlo imaginando que la protagonista fuera una mujer? Salvando las distancias, podría ser yo misma. De hecho, hasta los escenarios donde se ha rodado el anuncio son, en su mayoría, los mismos por los que he pasado esta última semana: de la Alta Garrotxa al Mediterráneo. En su caso, Cap de Creus; en el mío, un poco más al norte, Banyuls.

Finalmente, la borrachera de sensaciones, de aprendizajes, de reflexiones aún por digerir. La sensación de que, ahora sí, estoy en paz con estas montañas que ya ha atravesado prácticamente tres veces, dos en soledad. Agradecida a mi cuerpo por resistir, por mostrarse poderoso. Y por fin, mirando lo hecho sin nostalgia, sin sentir la necesidad de volver atrás, sino sabiendo que ya es parte de mí. Y feliz de esta sensación que es mezcla de familiaridad y plenitud.

Maçanet de Cabrenys-La Jonquera. Los bulos y la memoria.

Son días de muchos cambios y muy rápidos. La noche en Coustouges fue mejor de lo previsto (cosas del buen dormir que tiene una, sobre todo si el cansancio acompaña) pero por la mañana seguía lloviendo, así que pasé al Plan B: autobús a Maçanet para hoy seguir desde aquí. Ha sido pasar de la “indigencia” de una gite municipal al lujo de La Quadra (un hotel rural con mucho buen hacer y montones de cariño). Y también la ocasión de conversar con el conductor del autobús (del que soy la única pasajera), un señor la mar de amable, cazador, defensor de los toros, y comprador de bulos varios antianimalistas y antiecologistas. Como no es la primera vez que me encuentro algo así en los últimos meses, y como tengo un día entero libre, me ha dado por investigar. 

Coustouges. Sigue lloviendo.

Mi conductor afirma cosas tales como que ya no se pueden limpiar los montes (por eso los incendios); como que ahora tienen más derechos los animales que las personas (pone el ejemplo de la eutanasia ¿?); o como que es tan respetable quien defiende la tauromaquia como quien no lo hace. Y yo veo su amabilidad y le escucho. ¿Qué razones puede tener para creer esas cosas? Antes me informo.  

El camino de subida de Maçanet a las Salinas.

Primero, sí, hay limitaciones en los montes, y ni se pueden cortar especies protegidas, ni quemar rastrojos sin autorización, ni limpiar en determinadas épocas (cuando especies animales sensibles están criando). Es decir, se puede cortar y recoger lo no protegido (siempre que no sea de propiedad ajena y para explotación propia); la autorización para las quemas es un trámite necesario (parece que más de la mitad de los incendios se ocasionan precisamente por quemas incontroladas); y hay muchas épocas del año en las que sí se pueden limpiar los bosques (y eso ya va en la gestión de los propietarios, sean públicos o privados). Segundo, la eutanasia no es igual al sacrificio. No, no se pueden sacrificar animales de compañía (como son los perros), es decir, no puedes matar a tu mascota cuando quieras sino que la decisión la tomas con la veterinaria (ya son más mujeres que hombres las profesionales de este sector) y tiene que ver con que tu animal tenga alguna enfermedad incurable y esté sufriendo. Y tercero, sí, si desaparece la tauromaquia, lo normal es que los toros de lidia se extingan. No sé si es una pena o no, pero tengo claro que convertir la muerte y/o el sufrimiento de un animal en espectáculo dice muy poco de la humanidad de los humanos. ¡Para ser un día de descanso, no está mal!

Alcornoque, ya muy cerca de La Jonquera, en un bosque inmerso en plenas tareas de limpieza.

Y ya hoy, con los deberes hechos, echo a andar hacia La Jonquera. Y los bosques ya no son de hayas, sino de alcornoques, encinas y pinos (¡y en más de uno están en plena tarea de limpieza!). Y el terreno que piso –pistas secas, polvorientas y medio abandonadas– está salpicado de grandes piedras calizas de formas caprichosas y redondeadas. Y solo me encuentro a algún que otro caminante del GR11… pero es como si me rodearan multitudes. El espíritu de miles de republicanos de izquierdas sigue estando en estos collados por los que tuvieron que abandonar su país. Hay placas y monumentos por todas partes, incluso un museo de la memoria en La Jonquera. Pero de todos los monumentos, el que más me sigue emocionando es el de La Vajol, inspirado en la foto con que se abre esta entrada (el enlace es al blog de Francisco Javier Solé Ribas, donde cuenta la historia del mismo y de otros de la zona y se pueden ver fotos).

Placa en el Coll de Lli. Una de tantas que conmemoran el exilio de los republicanos.

Ver, sentir estos caminos, y hacerlo sabiendo que el fascismo avanza de nuevo y que lo hace también de la mano de personas amables en las que, sin embargo, el discurso del miedo cala gracias, en parte, a los bulos, me desanima profundamente. Y el desánimo sigue cuando llego a La Jonquera, uno de esos pueblos catalanes en los que parece haber ya más árabes que autóctonos y me doy cuenta de lo difícil que puede ser la integración en estas circunstancias (y, de nuevo, lo fácil que es cargar contra el extraño). 

Cerca del Coll de Lli, una vista del mar.

Y aún así, y pese a crecer a la espalda el monstruo comercial que se extiende paralelo a la autopista, La Jonquera es un pueblo en el que la gente es amabilísima y en el que duermo en una pensión de las de antes, regentada por una señora de no menos de ochenta años que apunta mi nombre y DNI con un lápiz mínimo en un “excel” analógico. Contrastes. 

Nôtre dame du Coral-Coustouges (Costoja): La Muga, o el laberinto verdirojo

El Muga, la Muga, es un río que nace entre la francesa Vallespir y l’Alt Empurdà y durante sus primeros kilómetros él mismo es la frontera, quizá de ahí su nombre. En su origen es una grieta roja, una cicatriz gigante de tierra arcillosa que se abre entre bosques en una zona en la que transitar fuera de pistas es imposible y en la que la mayoría de los caminos que señala el mapa se han perdido. Hace siete años, cuando pasé sola por allí, me perdí ya en Sierra Lobera, el bosque que lo bordea en su margen francés, y acabé, yo también, herida por las muchas zarzas de la zona intentando encontrar caminos imposibles.

Vista desde el mirador de la Muga

Hoy, cuando he empezado a andar, tenía miedo. Miedo de volver a perderme, de volver a arañarme, de no saber… Y miedo de saber que no hay nadie a quien preguntar. Es lo que tiene elegir variantes solitarias. Las únicas personas que he visto hoy son mis compañeros de desayuno; algún que otro vecino madrugador en el precioso pueblo de Lamanère; un señor nonagenario que más bien parecía una estatua en otro precioso e hiperdiminuto pueblo, Vilaroja, ya cerca del final; y una señora que ha parado su coche para preguntarme a dónde iba y darme ánimos a un kilómetro ya de mi destino. En medio, veintitantos kilómetros de bosques solitarios con la sola, pero importante distorsión, la del Muga.

Puente de entrada a Lamanère

Volviendo a él, al Muga, a la Muga, y a mis miedos, hoy he intentado exorcizarlos diciéndome a mí misma que llevo mi track de hace años (aunque casi mejor no seguirlo teniendo en cuenta lo duro que fue); un mapa actualizado de la zona que, esta vez sí, no como entonces, es el que usa mi gps; y otro track más que me ha bajado de Wikiloc, el único que he encontrado que coincide con lo que quiero hacer (los tracks por aquí son absolutamente escasos, lo que da idea de lo poco transitado que es esto). No es gran cosa, y más teniendo en cuenta que el autor de este último recomienda evitar la zona por difícil de andar y mal señalizada, pero… es lo que hay. Aún así, me prometo a mí misma no volver a meterme por ningún camino no señalizado… ¡y casi lo incumplo!

Bosques de tierra roja

Me ha salvado el tomármelo con calma, pararme a pensar, pedir ayuda telefónica (a Ramon, sabiendo que pondría la sensatez que a veces yo no tengo) y convencerme a mí misma, una vez explorados todos los caminos que están en el mapa pero no están en el terreno, que la mejor opción era seguir por el único camino señalizado, aun cuando este me llevara a otro destino. Impotente por segunda vez. Resignada.

Pero… a veces el mejor camino no es el más recto, y en el laberinto de pistas no transitadas pero sí muy bien trazadas que bordean por el norte la famosa Sierra Lobera (¿habría lobos allí?) empiezo a intuir una posibilidad y… me arriesgo y… ¡lo consigo! Eso sí, no sin el riesgo añadido de atravesar dos propiedades privadas. En la primera me meto pensando que es un atajo al pueblo de Vilaroja y me instalo un rato en su fuente al más puro estilo excursionista (largo baño de pies en el pilón), ¡menos mal que no hay ni un alma a la vista!; en la segunda… me meto, a pesar de los letreros disuasorios, para ahorrarme recorrido y la atravieso pensando en qué decir si alguien me para (nadie lo hace, ¡menos mal!, mi experiencia es que los franceses no se andan con chiquitas en estos casos).

El resultado es un día largo, pleno de bosques de hayas (y miles de moscas y mosquitas) en el que el cansancio me hace coger la primera opción para dormir que encuentro, que resulta ser la gite municipal en la que ya estuve pero en la que, esta vez, vive la camarera del bar de abajo y se ha instalado también un jubilado bastante obeso y muy, muy plasta, que se obstina en “explicarme cosas” (igualito que en el libro de Rebecca Solnit). Dormimos los tres en la única habitación de la gite que es, también, cocina y comedor y no puedo evitar sentirme indigente.

Y por la noche llueve.

Vallter-Nôtre dame du Coral: Creer o no creer (en una misma)

A ver, ¿por qué si tengo un track que dice que la distancia de hoy son veintiséis kilómetros y pico yo me obstino en creer que son poco más de veinte? ¿Por qué escucho a mis compañeros de cena hablar de lo dura que será su ruta de mañana y minimizo la mía cuando en realidad es bastante más larga que la suya (eso sí, menos conocida y parece que menos impresionante)? ¿Por qué las personas, algunas personas, tendemos a menudo a pensar que lo que hacen los otros es más valioso/difícil/duro/[póngase lo que se quiera] que lo nuestro?

Vista atrás en el camino hacia el Roc Colom

Es obvio que hoy no andaba sobrada de autoestima pero sí de inconsciencia ya que, por lo que sea (¿por ese subestimar lo propio?) pensaba que la etapa no era ni larga ni dura. Y bueno, según se mire. Si lo mido por pendiente ascendente, no, no ha sido gran cosa (solo unos 700m); ahora, si lo mido por el descenso (1700m) o le pregunto a mis pies, entonces ya la cosa cambia.

El Costabona desde el Roc Colom

Y por supuesto, está el tema psicológico. Si por lo que sea (por la dejadez de no haberme estudiado suficientemente bien la etapa y recurrir solo a la memoria como fuente de información), una piensa que el último collado de la etapa está dos horas antes de lo que realmente está, esas dos horas se hacen interminables y lo que viene después más interminable todavía. Cosas de la mente.

De frente, toda la carena descendente hacia el Coll d’Ares

Dicho esto, puede parecer que el día ha sido un desastre pero…, ¡para nada! Hoy sí puedo decir que esa sensación de falta de energía que tuve en las etapas que hice al comienzo del verano ha desaparecido y que andar vuelve a ser un placer (al menos los veinte primeros kilómetros). Que moverse por la inmensa llanura que se extiende por encima de Vallter, hasta llegar al Roc Colom, en un día despejado, es sentir cómo el corazón se expande. Que mirar hacia atrás y ver, ahora ya muy lejano, el Coll de la Marrana, el último que descendí ayer, resulta, cuando menos, impresionante. Que poner nombre a las montañas que se dibujan en torno a una es inmensamente satisfactorio. Y que empezar a descender sabiendo que me despido de los dosmiles es reconfortarse sabiendo que lo extraordinario existe mientras se retorna, poco a poco, a lo ordinario (o quizá no tanto).

Entre las nubes, el Canigó.

Y luego está la carena. Ese larguísimo trayecto fronterizo descendente dominado a la izquierda por el Canigó, cuya cumbre, cómo no, está semioculta entre las nubes a pesar del precioso día. La carena y la soledad. Porque en el momento que abandono el camino que baja desde el Costabona no me encuentro a nadie hasta llegar, ¿cuatro horas después? al Coll d’Ares. (¡Miento! ¡Veo a un ciclista y muchas vacas!).

Nôtre dame du Coral

Y tras el collado, de nuevo, una hora y media más en solitario hasta esa pequeña hermita-albergue en medio del bosque que es Nôtre dame du Coral. ¿Está abierta? Nadie lo diría, pero sí. Solo cinco personas cenamos y pernoctamos aquí hoy, y como nadie habla español, practico mi francés. ¡Nada fácil disertar sobre la fauna salvaje en España en un idioma que tengo tan oxidado!

¿Creer o no creer (en mí misma)? La cosa va a ratos. En fin, lo normal.

Nuria-Coll d’Eyne-Ull de Ter: Luna.

Al final, los astros se alinearon y también este verano hago una segunda ronda, Eso sí, me he saltado la Cerdaña y empiezo directamente en Nuria. Cosas de la logística, que no siempre es fácil (dejar el coche en Ripoll, coger un bus –que sustituye al tren– hasta Ribes, y enlazar, río Freser arriba, con la cremallera de Nuria).

Subiendo desde Nuria al Coll d’Eyne

El caso es que con tanto transporte empiezo a andar un poco tarde, a las 10.15, pero hace un día espléndido y podré alargar un poco subiendo primero al Coll d’Eyne para luego seguir la carena que bordea la Olla de Nuria. Y casi desde el principio empiezo a pensar en Luna, en sus dos meses recién cumplidos y en esos ojos inmensos que se abren al mundo queriendo saber. La culpa es de una madre que se sienta a mi lado con su bebé y, cosas de las asociaciones, me voy directa a todas esas heroínas silenciosas que son las madres (incluso las “malas madres”) y cómo, sin embargo, la medida de los héroes es casi exclusivamente masculina. Y cómo, mientras que lo que más define a estos es la muerte (arriesgarse a ella, encontrarla o infligirla), lo que define a aquellas es la vida (engendrarla, parirla, alimentarla). ¿Que sea habitual lo convierte en normal? El masculino y el femenino, que tienen esas cosas.

A mitad de la carena de la Olla de Nuria

En el acto de engendrar, parir y alimentar una vida nueva se dan la mano todas las características de un acto heroico (fuerza, valentía, constancia, resistencia al dolor….); pero también se añade, casi siempre, una de la que los héroes suelen adolecer: amor, mucho amor, muchísimo amor. En los ojos de Luna se adivinan las dosis infinitas de amor que la rodean pero todavía no está escrito el tipo de heroína que decidirá ser: discreta o ruidosa; anónima o famosa; cotidiana o extraordinaria. Pero sea lo que sea lo que decida, aquí estará su “tribu” para apoyarla.

Lagos de Carançá

Y en esas estoy cuando llego al Col d’Eyne, subo a Noufonts, sigo al Coll de Noucreus, dejo a mi izquierda los lagos de Carançá, desciendo por Tirapits, llego al nacimiento del Freser y, antes de saltar por el Coll de la Marrana a otro valle donde nace otro río, el Ter, me sorprendo ante un inmenso rebaño de rebecos. Duermo aquí, junto al nacimiento del río y la asocición aparece de nuevo: ríos que nacen y vidas que empiezan. Los unos con su cauce ya definido. Las otras, aún por definir. Un día precioso.