Isil-Rosari-Airoto-Isil: La ruta de los tres lagos

Cada comienzo de verano el mismo runrún. ¿Estaré lo suficientemente en forma como para pasar horas andando cuesta arriba y, lo que es peor, cuesta abajo? ¿Cuál es el estado de mis rodillas, de mis tobillos, de mis metatarsos…? ¿Cuántos años más podré pedirle a mi cuerpo que me transporte a estos lugares bellísimos a los que solo se accede tras varias horas a pie (o en helicóptero, o quizás en mula)?

Es por ello que días como el de hoy son, si cabe, más gratificantes todavía. 18 kilómetros. Cerca de1300 metros de desnivel de subida y otros tantos de bajada. Casi seis horas andando. No es ni mucho menos la etapa más dura que haya hecho nunca pero… como primera prueba de este 2020 está más que bien. Día de sol espléndido, el móvil funcionando como GPS y yo dejando atrás los antiguos miedos que me asaltaban cada vez que me alejaba unos metros de la ruta. Parece que el sentido de la orientación, añadido al sentido común y a las posibilidades del campo a través funcionan también (al menos esta vez) en montaña.

Estany del Rosari d’Àrreu.

Hoy he encontrado caminos delgados, casi anoréxicos, que ascienden entre ortigas, se adentran en interminables bosques de avellanos y acaban perdiéndose entre una vegetación que este año, después de lluvias y encierros, es especialmente exuberante, y que las incontables flores tiñen de amarillo (o de azul o de blanco o de violeta). Helechos que mojan las piernas y escobas que las limpian. Pastos y lagos. Y cumbres que parecen al alcance de la mano, y tras ellas nuevas cadenas montañosas cuya altura se adivina solo por la cantidad de nieve que todavía albergan. Un universo paralelo. Una sensación que solo se me ocurre comparar con hacer submarinismo, pero sin escafandra.

Y en este universo los caminos a veces son ríos y los ríos se escurren entre piedras. Y las piedras, progresiva y casi imperceptiblemente, van aumentando su tamaño mientras se asciende y terminan convirtiéndose en bloques gigantescos que esconden restos de nieve en sus rincones y que coexisten con esporádicos pinos, vivos o muertos.

Y de nuevo la soledad. Las únicas señales humanas que encuentro hoy son dos tiendas de campaña instaladas junto al refugio de Airoto (restringido este año por la COVID) y una pareja a la que veo de lejos y que, por el tamaño de sus mochilas y su dirección, sin duda sigue la Alta Ruta Pirenaica. Por lo demás, nadie que perturbe la tranquilidad, la perfección de un hermosísimo día de cielo azul en el que paso junto a tres preciosos lagos muy diferentes entre ellos.

Estany del Rosari d’Àrreu. Al fondo, a la derecha, el collado que lleva al Rosari Superior.

El primero de estos lagos, el estany del Rosari de Àrreu, a dos horas de camino desde Isil, y al que se llega después de haber pasado por el fantasmal pueblo abandonado que le da nombre, es un lago aparentemente poco profundo, de fondo pedregoso, rodeado de pinos que ascienden por laderas empinadas y en cuyo extremo superior se dibujan dos collados que conducen, a su vez, a sendos lagos: el de la izquierda lleva a Garrabea; el de la derecha, al estany superior del Rosari. Y es a este último al que me dirijo con ayuda de la ruta que me he bajado de Wikiloc y de las señales (pocas) que voy encontrando en el no-camino.

Es la tercera vez que paso por este segundo lago de hoy, el superior del Rosari. ¡Y parece que a la tercera va la vencida! De la primera vez solo recuerdo lo gélido de sus aguas y cómo mi cuerpo, sudoroso y agotado después del ascenso, las recibió cual maná caído del cielo. Nada más. La segunda vez fue en un día gris y frío, y también llegué a él casi agotada después de moverme durante un par de horas entre rocas y rododendros (o nerets, en catalán). Hoy por fin he podido disfrutar de su belleza, que en gran parte tiene que ver con sus entornos abiertos y limpios y con que es un lago que se siente cerca del cielo. El estany superior del Rosari, rodeado entera y únicamente por un manto de suave y verde hierba que se extiende a lo largo de una superficie sorprendentemente amplia y que solo se trasforma en gris cuando asciende hacia los picos cercanos (el Tuc del Rosari y el Gran Tuc de Marimanya), resulta, a la luz de hoy, absolutamente idílico.

Estany superior del Rosari desde el camino que lleva a Airoto.

El tercer lago, Airoto, son, en realidad, dos lagos hermanados, uno mucho mayor que el otro, ambos de difícil acceso por estar rodeados de grandes moles pétreas. Es mi cuarta vez en Airoto (aquí la crónica de la segunda y de la tercera vez) y quizá por eso hoy paso más deprisa y reparo menos en sus encantos, concentrada como estoy, una vez más, en lo que significa andar sola.

Abajo, el más pequeño de los lagos de Airoto. Enfrente, el Pic de Quenca (o Cuenca).

Andar sola es, al contrario de lo que pueda pensarse, todo menos aburrirse. Hay momentos de máxima concentración, de incertidumbre, de expectación, de introspección… Y también otros del más puro síndrome de Sthendal (bueno, de una especie de síndrome de Sthendal «natural»). Ocurre que, cuando los caminos son exigentes y obligan a mirar continuamente dónde se ponen los pies, la sensación es, simplemente, de meditación, ya que el cerebro se vacía y se pierde la noción del tiempo. Y ocurre que, cuando el camino no es tan exigente, la cadencia del movimiento continuado tiene un «efecto almohada», clarificador de pensamientos. Así, de forma espontánea, andar revela malestares ocultos y da oxígeno a las madejas enmarañadas que pueblan la mente permitiendo que se vuelvan esponjosas y fáciles (o más fáciles) de desenredar.

Bajando a Isil desde Airoto.

Hoy, y aunque me hubiera gustado más sentir el segundo de los efectos, ha sido un día de andar-meditar. Un día de mucha concentración y poca incertidumbre. De esfuerzo sostenido pero sin llegar, en ningún momento, al agotamiento. Un día de perfecto equilibrio entre belleza y bienestar. Prueba superada.

Días de cielo, flores, agua y roca en el Pallars Sobirá

Instalada un año más en Isil, no acabo de encontrar, en este año atípico, la fuerza o el momento de agarrar definitivamente la mochila y echarme a andar. La sensación de excepcionalidad, el aprecio renovado de las pequeñas cosas, un curso especialmente estresante y diferente –aunque muy gratificante–, la necesidad de descansar, de no hacer nada… Pasan los días y me pregunto si mi cerebro también se ha ido de vacaciones y si la amenaza de un nuevo confinamiento no estará actuando como una especie de veneno paralizante.

Y aún así, y en este extraño estado de stand by, las pequeñas salidas diarias están ahí y recuerdan que el paraíso sigue existiendo y que está al alcance de la mano. Y si la semana pasada volvimos –con un más que interesante grupo esencialmente femenino, variopinto y disfrutón– a la Gola y a los preciosos estanys de Ventolau, al espectacular Port de Ratera, o al idílico Pla de la Font; ayer y hoy Ramon y yo hemos vuelto al cielo: ayer recorriendo la carena de Campirme y hoy subiendo al Bony de la Mina.

En el camino desde Son hacia el Pla de la Font. De izquierda a derecha: una servidora, Cristina, Nuria, Ramon, Clara, Fina, Mercé, Mireia, Judith y Mª Gracia.

Más allá de los prados exuberantes repletos de flores y de los bosques pletóricos de abetos descomunales, ambos puntos son excepcionales por sus vistas. Skylines que quitan el hipo. Desde Campirme se ve gran parte del Pirineo aragonés, del andorrano y del catalán. Desde el Bony de la Mina (la mina de Bonavé) se dominan todas las cimas existentes entre la Bonaigua y Bonavé, además de todos los collados que comunican este último valle con Francia, y algún que otro pico emblemático.

Vértice geodésico de Campirme. Al fondo, los Besiberris, la Maladeta, el Posets…

Para subir a Campirme tomamos la pequeña carretera que sale de Esterri d’Àneu hacia Unarre; luego, poco después de Burgo, seguimos una pista infernal que ascienda a través del bosque hasta abrirse a una hermosa zona de pastos donde los rebaños son de caballos y donde la belleza de los potros hipnotiza. Dejamos el coche en el collado y comenzamos a andar. Son kilómetros de carena pelada con vistas a ambos lados. A la izquierda, la Maladeta, culminada por el Aneto. A la derecha, la Pica de Estats y el Monteixo. Al frente, el Montroig y el Ventolau. Y entre todos ellos, cimas y cumbres y valles hasta donde la vista se pierde. A muchos les ponemos nombre. A otros muchos no.

A punto de iniciar la subida a Campirme

El Bony de la Mina ha sido la propina de hoy. Un día pensado para ser tranquilo. Para transitar por uno de los valles que se abren a la izquierda de Bonavé, el valle de la Tuca Blanca, accesible gracias a un mínimo sendero que utilizan los ganaderos de la zona. Un valle precioso. Pero el destino, o la curiosidad, han querido que acabemos siguiendo un nuevo sendero, plagado de cadáveres arbóreos, que comunica ese valle con otro, con otros ya conocidos, y que nos ha dejado tan cerca de la cima de la montaña de la mina que ha sido imposible no subirla. Eso sí, campo a través. Arriba, 360 grados de belleza y dos ciervos a los que hemos interrumpido su descanso.