Y el Balaitús, el Vignemale, y toda la Tierra, bailarán sobre nuestras tumbas

Acabar donde se comenzó. Cerrar un círculo. Volver, siempre volver, al punto de partida. A esos paisajes rocosos, escarpados, abruptos y horadados de lagos, que se esconden a varias horas a pie y a muchos metros por encima de Formigal, Sallent de Gállego o Baños de Panticosa. ¡Y volver pudiendo pisar cada piedra del camino sin sentir punzadas de dolor! Volver con unos pies que ya pensaba que nunca serían los míos. Sin condriopatías ni metatarsalgias. Y volver a bajar casi corriendo, incluso con mochilón, sin preocuparme nada más que del sentirme libre, viva, llena de energía, renacida. Esa es la increíble sensación con la que he terminado estos días. ¿Igual que renazco yo puede renacer el planeta?

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Pinos recortados sobre uno de los lagos de Arriel

Mis dos últimas etapas de este verano han sido muy especiales. Sobre todo la del domingo, cuya larga bajada hasta Baños de Panticosa fue espectacular. ¿Sabéis lo que es disfrutar de cada piedra del camino, de cada lago, de cada cascada, de la ligereza de cada movimiento?¿Y lo que es volver a contemplar ese lago, el de Tebarrai, tras llegar, trepando, al collado del mismo nombre? Y eso que no es un gran lago, ya que su tamaño es discreto, pero su situación inaccesible –al fondo de una hondonada de escarpadas laderas negras– y sus aguas –extraordinariamente quietas y de un llamativo azul turquesa– hacen de él uno de los lagos más especiales de todos cuantos conozco. Precioso, llamativo, aislado, magnético, imposible. ¿Como imposible es parar el cambio climático?

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Lago de Tebarrai y, al fondo, los picos del Infierno

Estos dos días han sido más de veinte los lagos por los que he pasado (ibones, que estamos en Aragón). Partiendo, el sábado, del ibón de Pombie, a los pies del Midi d’Ossau; he bordeado los muy visitados ibones de Arrious; los múltiples y traslúcidos ibones que se dibujan entre la piedra casi blanca del paraje de Arremoulit; los impactantes ibones de Arriel, represados y al abrigo de unos cuantos tresmiles (el Balaitus entre ellos); el gigantesco embalse de Respomuso; el ibón de Llena Cantal que, vigilado por su pico homónimo (y por el Piedrafita y el Tebarrai), invita a acomodarse en el verde de sus orillas y reponer fuerzas para ascender al collado que lleva al ya mencionado ibón de Tebarrai; y finalmente, y tras traspasar el cuello del Infierno y ver, ya no tan lejos, un nuevo tres mil, el Vignemale, he pasado también por los deliciosos ibones azules y por el embalse de Bachimaña desde el que se precipita, en saltos y cascadas, el río que baja a Baños de Panticosa y junto al cual transcurre el camino. Agua, piedra, azul y verde deslumbrantes en cantidades ingentes en un espectáculo que la naturaleza solo muestra a partir de los dos mil o dos mil quinientos metros y que no tiene mejor forma de verse que a pie. ¿Será el ser humano capaz de destrozar también semejante belleza?

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Lago de Llena Cantal. La montaña es el Tebarrai.

Y entre la admiración y la duda me pregunto si hay razones para el optimismo. Supermercados donde hay más plástico que comida. Hombres que evitan usar bolsas reutilizables porque temen ser tachados de homosexuales. Millones de personas comprando ropa-basura (y todo tipo de objetos-basura). Miles de millones de coches arrojando su veneno a la atmósfera y miles de millones de usuarios que siguen pensando que no pueden hacer nada y pagan su electricidad a grandes empresas que, como Endesa, mantienen centrales térmicas y nucleares cuando ya hay montones de pequeñas comercializadoras que solo producen energía solar o eólica.  Hombres y mujeres que dejan morir a otros hombres y mujeres solo porque no han tenido la suerte de nacer en el primer mundo. Telediarios que apenas mencionan el cambio climático entre el fútbol y las huelgas veraniegas. Incendios. Gente, mucha gente, que aumenta cada año su gasto en aire acondicionado y que admite el cambio pero actúa como si no pasara nada, como si no se nos fuera la vida en ello. Casi ocho mil millones de personas en el mundo.

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El mayor de los lagos de Arremoulit

Y en medio de todo esto, jóvenes como la ya famosa Greta Thunberg que sí parecen ser conscientes de que su único futuro pasa por conseguir que se tomen, ya, medidas urgentes. Que hacen del activismo su vida porque saben que sin activismo no habrá vida. Que exigen responsabilidad a quienes deberían ser responsables y que han conseguido sacar los colores a algunos y generar un movimiento que, al menos a mí, me da un poco de esperanza en la humanidad.

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Uno de los lagos de Arriel

Porque por lo demás, mi optimismo se centra no precisamente en los humanos, que hemos demostrado sobradamente nuestra efectividad a la hora de suprimir especies y que ya hemos comenzado a fraguar nuestra propia extinción; sino en la Tierra. En este planeta que verá a la especie humana extinguirse como ya vio en el pasado extinguirse a otras especies. En la Tierra, que volverá a ser verde gracias al mismo CO2 que matará al hombre; en la que el Balaitus, el Piedrafita o el Vignemale seguirán reinando sin hombres ni mujeres; y en la que nuestros ocho, nueve o diez mil millones de cadáveres alimentarán nuevas formas de vida. Una Tierra en la que el ibón de Tebarrai mantendrá su bellísima e inaccesible apariencia durante miles y miles de años más aunque ya ningún humano podrá contemplarlo.

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Cuello del Infierno. Al fondo, el Vignemale.

¿Lo bello? ¿O lo sublime? El Midi d’Ossau y el cuerpo femenino

El Midi d’Ossau no es bello. Ninguna montaña lo es. Al menos no lo es si nos olvidamos de lo que actualmente entendemos por belleza y que no deja de ser algo subjetivo y tremendamente vago que abarca todo aquello capaz de producirnos una emoción estética positiva. Nuestros antepasados racionalistas lo tenían bastante más claro: las montañas no son bellas porque no cumplen ninguna de las condiciones objetivas de la belleza. Edmund Burke, uno de los autores de referencia al respecto, decía que lo bello era lo pequeño, frágil, suave, de líneas ligeramente onduladas y de color claro. Una flor sería bella. Pero las montañas son justo lo contrario: son descomunales, trasmiten una sensación de fuerza insuperable, sus líneas tienden a ser angulosas y su color vivo, intenso, oscuro. Es por ello que no serían bellas. ¿Y entonces? Entonces son, también según el pensamiento imperante en gran parte del siglo XVIII y todo el XIX, nada menos que sublimes.

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El Midi d’Ossau desde el col de Moines. Quedan unos diez kilómetros para llegar.

Sublime no es, por tanto, lo extraordinariamente bello, sino su antítesis. Aquello que es sublime excede nuestro control, nos sobrepasa y, hasta cierto punto, nos domina. Por eso, cuando hace tiempo una amiga, tras ascender a la cumbre más alta de los Pirineos, me dijo aquello de “cayó el Aneto” no pude sino reír. ¿Un gigante dominado, “domesticado”? Ni en sueños. Las montañas, la alta montaña, tienen a veces (no siempre) la generosidad de permitirnos ascenderlas. Y para ello contamos con otro aliado sublime: nuestro cuerpo, que bien entrenado, también, a veces, y solo a veces, nos lleva  por ellas como si fuera lo más fácil y natural del mundo. 

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Ibón de Escalar. Antesala al col de Moines

El pasado viernes, moviéndome de Candanchú hacia el Midi d’Ossau –una etapa tipo “M” (600m para arriba, 500 para abajo, 600 para arriba, 200 para abajo)–, pensaba en cómo, cada vez más, en montaña, mi emoción va expandiéndose desde el reino de lo bello para transitar, también, el de lo sublime. Si antes mis ojos se iban, casi constantemente, a los lirios, azafranes, margaritas, siemprevivas y todas esas flores casi siempre minúsculas que brotan, se diría que milagrosamente, de entre las piedras; ahora mi vista, que quizá fruto de la presbicia tiende a dirigirse más hacia arriba, queda atrapada por todas esas siluetas imponentes, soberbias, ¡magníficas!, que dominan el horizonte y que se acercan, alejan y trasforman a lo largo del día. El viernes, el inconfundible Midi d’Ossau, con sus 2884m, no cambió significativamente a lo largo de la etapa, pero pasó de ser, desde la lejanía, una montaña característica, a mostrarse, ya de cerca, como una cima aparentemente inexpugnable a pesar de estar surcada por múltiples vías de escalada.

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La foto engaña. No son diez metros de “piedrecitas” sino unos 200m (de altura) de pedregal: la morrena del Peyreget.

Y el viernes, desde el comienzo del día, mi cuerpo se reveló sublime. Quizá no ya “grande” (con mi altura es difícil, aunque el tamaño siempre es relativo) pero sí fuerte, resistente, poderoso y capaz de adaptarse con naturalidad a las aristas del camino. Sublime en su capacidad de trasladarnos –a mí y a la mochila–, por pendientes inauditas, por caminos pedregosos y descensos vetiginosos. Y sublime en la larga subida (que culmina con una fantástica morrena) al punto culminante del día: el col de Peyreget, a 2270m, a “solo” 600 del Midi d’Ossau, y desde donde se atisban nuevas cumbres. Y en esa clara percepción de lo sublime corporal, lo bello, ese “bello” que identifica lo femenino con lo frágil, lo suave o lo pequeño, pero también ese otro que busca, siempre infructuosamente, ajustarse a un prototipo, se vuelve absurdo. Esa belleza, dieciochesca o no, que esclaviza sobre todo a las mujeres y las lleva (nos lleva) a una búsqueda incansable e imposible de la “perfección”, pierde todo su poder y se revela como lo que es: el invento infame y castrante de una sociedad enferma que ha perdido la capacidad de valorar lo fundamental de esa máquina prodigiosamente eficiente a la que llamamos “cuerpo”.

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Col de Peyreget

¿Qué mujer no ha sentido alguna vez que algo de su cuerpo, o su cuerpo entero, no era bello, adecuado, socialmente aceptado?¿Qué mujer no ha sentido la necesidad de ponerse tacones para elevar su estatura, o de no ponérselos nunca por sentirse demasiado alta?¿Qué mujer no siente o ha sentido alguna vez que le sobran quilos, o que le faltan, o que debe ponerse prótesis en forma de relleno en el sujetador para parecer más sexy?¿Qué mujer no siente que hay alguna parte de su cuerpo que es mejor ocultar? En mi caso, esa parte del cuerpo negada y aborrecida fueron mis piernas, esas piernas sublimes que ahora me llevan por las montañas, que mi madre calificaba de “patorras” y que se convirtieron, durante años, en el centro de todos mis complejos.

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Otro ibón. Este en el descenso entre el col de Peyreget y el efugio de Pombie. El Midi d’Ossau ahora queda a mi izquierda.

Nunca podremos alcanzar la belleza entendida como canon porque esta es, por definición, inalcanzable, y si concebimos la belleza como fragilidad esto solo nos lleva, como a las flores, a una muerte prematura. Pero la naturaleza nos ha dotado de un cuerpo siempre sublime Y puestos a cambiar algo, ¿por qué no pedir algo realmente interesante como una cola de sirena? Creo que, si pudiera elegir, pediría unas alas de golondrina para poder volar a velocidades vertiginosas y desplazarme, cada año, a miles de kilómetros contemplando, desde arriba, las montañas. 

 

Aguas Tuertas: Sinfonía en verde con Coda en el Edelweiss

Verde esmeralda, verde musgo, verde menta, verde lima… ¿y por qué no existe el “verde Aguas Tuertas”? Es más ¿por qué no es ese el verde universal con el que se midan todos los demás? Si habéis ascendido alguna vez por Guarrinza y traspasado el collado con el que culmina la pista me entenderéis, porque lo que se percibe apenas comenzar el descenso es una invasión del verde más intenso y puro que uno pueda imaginar y que se extiende hasta donde la vista consigue abarcar. ¿El mundo se ha vuelto verde o es que nuestra retina ha decidido aferrarse a esa única y mágica frecuencia? 

Mirar con ojos verdes en este lugar extraordinario de fácil acceso, en el que las vacas y los caballos conviven con excursionistas de todo tipo, me hace crecer el pensamiento utópico y me lleva a imaginar que todo el mundo debería acercarse aquí al menos una vez en su vida, como si de una meca se tratara, y a través del verde inundarse de esperanza y tolerancia. Y bajo ese filtro verde veo brillar los ojos de quienes se asoman a este paraíso e imagino que todos entienden que hay mil formas de disfrutar de la montaña pero que ninguna de ellas incluye abandonar pañuelitos de papel o cualquier otro tipo de basura. Es lo que tiene el verde.

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Subiendo hacia el ibón de Estanés

El inmenso placer de andar despacio pisando, mirando y sintiendo verde da paso al no menos inmenso placer de ver aparecer en el horizonte el Midi d’Ossau y, poco después, y sin perderlo de vista, sentarse a comer ante el ibón de Estanés en un día radiante en el que me reconcilio plenamente no ya con la montaña (con la que nunca estuve reñida), sino con la travesía, y en el que pienso en todo lo que he aprendido, hasta ahora, de ella.

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Ibón de Estanés, con el Midi d’Ossau al fondo

He aprendido a no tener tanta prisa, porque no siempre se llega antes por correr más; a ser más tolerante, porque aquí soy mucho más consciente de mis propias imperfecciones y porque la mayoría de las veces no tengo demasiadas elecciones; a medir más mis fuerzas, que nada tienen que ver con las de aquellos capaces de hacer el doble de kilómetros y desnivel que yo en la mitad de tiempo (que los hay); y a valorar pequeñas cosas cuyo carácter extraordinario tendemos a olvidar por lo cotidianas que se nos han vuelto: un plato de sopa, una ducha caliente, una cerveza fresquita, la comodidad de un sofá…

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La chorrota del Aspe vista desde lejos

He aprendido a pedir y a aceptar ayuda, y también a ofrecerla aun cuando no me la pidan, porque aquí las cosas se vuelven más básicas (comer, beber, descansar…) y en ese retorno a lo esencial la solidaridad parece surgir de forma espontánea (aunque ayer un conductor me saliera rana, hoy he vuelto a encontrar ayuda en un grupo de montañeros que me han acompañado a través de un atajo hasta mi camino perdido y se han ofrecido a llevarme de Sansanet a Candanchú). 

Y quizá lo más importante, he aprendido –y más que aprender he asumido– que equivocarse es absolutamente normal, que nos pasa a todos (incluso a mí) y que es absurdo culpabilizarse por ello. Y curiosamente, y desde la normalidad, y desde la no culpa, soy capaz de corregir antes los errores ya que los identifico mucho más rápidamente que cuando, por el orgullo de no tener que enfrentarme a un posible “fracaso”, me empecinaba en ellos. 

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La chorrota del Aspe vista desde lejos

Y feliz, aunque cansada, y ya saboreando la recompensa que supondrá la llegada a otro paraíso, el del hotel Edelweiss, me encamino a Candanchú pasando por la chorrota de Aspe, por el antiguo trazado del GR11. Unos cinco kilómetros de sube y baja con algunos tramos delicados no aptos para quien sufra vértigo y por donde me encuentro con muy poca gente (y casualmente –o no– todo mujeres, va por ellas).

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Terraza del Edelweiss

Por cierto, ¿sabéis a qué suena el verde Aguas Tuertas? ¡A orgía de cencerros! 😀

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De Belagua a la Selva de Oza: Conjurando al miedo.

He vuelto a Belagua, al final del valle del Roncal. La idea de quedarme a las puertas de esa etapa de la transpi que recuerdo como una auténtica pesadilla me producía impotencia y desazón. Me hacía que el miedo (sí, el miedo) –a volver a sentirme perdida aunque no lo estuviera, a no tener fuerzas para llegar a ninguna parte, a que la sed se convirtiera en obsesión– creciera y se fuera, poco a poco, apoderando de mi amor por la travesía. Un miedo irracional, sí, fruto de una mala experiencia, pero alimentado por otra nueva y reciente mala experiencia similar: la que hace un par de semanas me llevó de vuelta a casa.

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De nuevo dejo el coche en Jaca, tomo dos autobuses hasta Isaba (con tres kilómetros a pie entre ambos) y un taxi (¡el único taxi del valle!) hasta el antiguo refugio de Belagua que está en plena rehabilitación. Utilizar el trasporte público en un medio rural me lleva al pasado y hace que el tiempo corra a otra velocidad: mucho más lento. La taxista, majísima, cuando ya a las puertas del refugio el frío y el viento nos golpean la cara, me ofrece llevarme de vuelta: total, está incluido en el precio. ¡Es tentador! Pero deniego su oferta, me pongo el plumas y me adentro en la boca del lobo. El principio del fin del adiós al miedo a Belagua.

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Esta vez no tomaré el mismo camino. A pesar de tener el track, ya hace cuatro años este era un camino sucio, difícil de seguir, encajonado en un bosque, lleno de ramas atravesadas y con un suelo kárstico traidor que ocultaba sus muchas irregularidades. Esta vez seguiré parte del GR12, que intuyo bien señalizado, enlazaré con el GR13 (lo mismo) y seguiré, luego sí, mi track original para llegar primero a Francia por el collado de Petrechema (o puerto de Ansó) y luego a Aragón por el puerto de Acherito. He repasado la ruta mil veces pero el miedo persiste, así que caminaremos juntos, yo y mi miedo.

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Y yo y mi miedo descubrimos que el nuevo camino es mucho mejor que el anterior aun cuando nos embarramos desde casi el inicio y aun cuando el suelo es igualmente irregular. Nos sumergimos en el bosque, sí, pero por momentos, conforme ascendemos, tenemos vistas, lo que hace que “el lobo” lo sea menos. Yo y mi miedo disfrutamos, en un día con sol y niebla a partes iguales, de la recuperación de los sentidos cuando la sed y el agotamiento no apremian. Vemos ciervos, marmotas y un rebeco, y nos sorprendemos de la maravilla de la diversidad de setas que alimenta este bosque y de todos esos lirios silvestres en flor que parecen decirnos “¿veis como no era para tanto?”. Yo y mi miedo estamos a punto de chocar contra un rebaño de vacas que no vemos por la niebla y nos apenamos de no poder ver, por ella, ni las agujas de Ansabere ni el ibón e Acherito. Yo y mi miedo acabamos siendo un poco más yo y un poco menos mi miedo y nos reconciliamos, de nuevo, con la travesía.

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Ya descendiendo de la (para mí) larga caminada (unos veinticinco kilómetros y cerca de 1400m de ascenso según el GPS) vuelvo a ver el sol, y con él, el extraordinario entorno pétreo de la cabecera del valle de Hecho. Toca andar un par de kilómetros más hasta el camping Selva de Oza. ¿Por qué se hace siempre tan duro el final sobre todo si es por carretera? Alguien debería explicárselo a ese conductor que, después de parar y de que le pidiera acercarme al camping me ha respondido que total, estaba “aquí mismo” y ha seguido su camino dejándome con la palabra en la boca. 

“La historia no la escriben quienes bajan montañas” o del éxito y el fracaso

Desde que hace unos días interrumpiera, de forma abrupta e indeseada, mi caminata de este año, he estado dando vueltas a la idea del éxito y del fracaso, o más bien al por qué es tan difícil combatir el sentimiento de fracaso que a veces se instala en nosotros contra toda lógica.

Porque desde un punto de vista totalmente lógico, éxito y fracaso, además de ser, sobre todo, algo ligado a lo externo, al cómo sentimos que la sociedad valora nuestros actos, son solo dos caras de una moneda. Sensaciones puntuales ligadas a momentos concretos que se trasmutan la una en la otra y la otra en la una y que dependen de factores tales como cuál sea nuestro estándar, desde qué perspectiva interpretemos los hechos, o del cuándo, dentro del continuo temporal que es nuestra vida, situemos nuestra mirada. En cualquier caso, sensaciones relativas que, entendidas de forma sana, deberían ser pasajeras.

Todo eso pensaba cuando el otro día fui con Ramon a dormir Airoto, un impresionante lago pirenaico de hermosas y profundas aguas en cuyas orillas se acumulan rododendros y bloques de granito. Un lago agreste y salvaje que nada tiene que ver con aquellos otros que, rodeados de prados idílicos, invitan a la acampada y al baño. Un lugar a medio camino entre la Bonaigua y el Alt Àneu cuyo entorno abrupto hizo, en su día, fracasar un proyecto hidroeléctrico. Un lugar salvaje e intacto encerrado entre cuatro picos: Rosari, Marimanya, Bonabé y Cuenca, cuya verticalidad domina el horizonte. Allí, sentados junto a Airoto, bebimos de él y dejamos que sus aguas jugaran, durante horas, con nuestros pensamientos. Éxito o fracaso. Nada más. Nadie más.

Pero ni las aguas, ni los rododendros, ni las rocas de Airoto consiguieron el efecto clarificador que sí consiguió el mensaje que me salió al paso ayer desde una gran valla publicitaria cerca de Baqueira: “la historia no la escriben quienes bajan montañas”. Ahí está: la cultura del éxito condensada en una frase y formulada para que el “fracaso” genere aún más rechazo, para que el impacto psicológico sea claro, punzante, directo a la amígdala. Pero ahí está también toda la debilidad de esta cultura de “macho dominante” en la que vivimos y que obvia que lo importante en la montaña, y me atrevería a decir que también en la vida, es saber bajar. Y saber bajar a tiempo (incluso aunque no se haya alcanzado la cumbre).  Y que la “historia” no deja de ser un “relato” (ahora que tan de moda está el término) que tiende a deformar la realidad y a ocultar miles, millones de contribuciones imprescindibles pero olvidadas, ninguneadas, ¿fracasadas?

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Airoto

Éxito, historia, heteropatriarcado, Lo externo, lo visible, lo que enseñamos en Facebook… Imágenes de felicidad que el pesimismo de Schopenhauer nos ayuda a entender también como crónica de la infelicidad. Todo va de la mano. ¿Somos infelices hasta que conseguimos lo deseado y, poco después después de obtenerlo, volvemos a serlo porque ya no nos satisface lo conseguido? Un poco de eso hay.

Lo cierto es que siento la necesidad de dar la vuelta al modelo y de empezar a escribir y a leer otra historia. La de quienes bajan las montañas, la de quienes más allá de llegar o no a la cima disfrutan con cada paso del recorrido, la de quienes alimentan su alma de momentos (y no de adrenalina), la de quienes no hipotecan su vida por sus objetivos sino que diseñan objetivos que les permiten disfrutar intensamente de su vida. Y ahí estamos. 

Airoto fue una central fallida pero es un lugar maravilloso. No todas las cimas se alcanzan pero lo que dan las montañas es mucho más que “éxitos” puntuales. Y el próximo año tendré un trabajo que no he elegido pero del que espero saber disfrutar al menos tanto como del que he tenido los últimos años.

Y puesto que no soy la única para la que este año lo laboral ha dado un giro insospechado, en este post no puedo dejar de pensar en todas mis compañeras (y también mis compañeros) que están en las mismas circunstancias. Ni éxito, ni fracaso: vida.