De Belagua a la Selva de Oza: Conjurando al miedo.

He vuelto a Belagua, al final del valle del Roncal. La idea de quedarme a las puertas de esa etapa de la transpi que recuerdo como una auténtica pesadilla me producía impotencia y desazón. Me hacía que el miedo (sí, el miedo) –a volver a sentirme perdida aunque no lo estuviera, a no tener fuerzas para llegar a ninguna parte, a que la sed se convirtiera en obsesión– creciera y se fuera, poco a poco, apoderando de mi amor por la travesía. Un miedo irracional, sí, fruto de una mala experiencia, pero alimentado por otra nueva y reciente mala experiencia similar: la que hace un par de semanas me llevó de vuelta a casa.

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De nuevo dejo el coche en Jaca, tomo dos autobuses hasta Isaba (con tres kilómetros a pie entre ambos) y un taxi (¡el único taxi del valle!) hasta el antiguo refugio de Belagua que está en plena rehabilitación. Utilizar el trasporte público en un medio rural me lleva al pasado y hace que el tiempo corra a otra velocidad: mucho más lento. La taxista, majísima, cuando ya a las puertas del refugio el frío y el viento nos golpean la cara, me ofrece llevarme de vuelta: total, está incluido en el precio. ¡Es tentador! Pero deniego su oferta, me pongo el plumas y me adentro en la boca del lobo. El principio del fin del adiós al miedo a Belagua.

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Esta vez no tomaré el mismo camino. A pesar de tener el track, ya hace cuatro años este era un camino sucio, difícil de seguir, encajonado en un bosque, lleno de ramas atravesadas y con un suelo kárstico traidor que ocultaba sus muchas irregularidades. Esta vez seguiré parte del GR12, que intuyo bien señalizado, enlazaré con el GR13 (lo mismo) y seguiré, luego sí, mi track original para llegar primero a Francia por el collado de Petrechema (o puerto de Ansó) y luego a Aragón por el puerto de Acherito. He repasado la ruta mil veces pero el miedo persiste, así que caminaremos juntos, yo y mi miedo.

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Y yo y mi miedo descubrimos que el nuevo camino es mucho mejor que el anterior aun cuando nos embarramos desde casi el inicio y aun cuando el suelo es igualmente irregular. Nos sumergimos en el bosque, sí, pero por momentos, conforme ascendemos, tenemos vistas, lo que hace que “el lobo” lo sea menos. Yo y mi miedo disfrutamos, en un día con sol y niebla a partes iguales, de la recuperación de los sentidos cuando la sed y el agotamiento no apremian. Vemos ciervos, marmotas y un rebeco, y nos sorprendemos de la maravilla de la diversidad de setas que alimenta este bosque y de todos esos lirios silvestres en flor que parecen decirnos “¿veis como no era para tanto?”. Yo y mi miedo estamos a punto de chocar contra un rebaño de vacas que no vemos por la niebla y nos apenamos de no poder ver, por ella, ni las agujas de Ansabere ni el ibón e Acherito. Yo y mi miedo acabamos siendo un poco más yo y un poco menos mi miedo y nos reconciliamos, de nuevo, con la travesía.

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Ya descendiendo de la (para mí) larga caminada (unos veinticinco kilómetros y cerca de 1400m de ascenso según el GPS) vuelvo a ver el sol, y con él, el extraordinario entorno pétreo de la cabecera del valle de Hecho. Toca andar un par de kilómetros más hasta el camping Selva de Oza. ¿Por qué se hace siempre tan duro el final sobre todo si es por carretera? Alguien debería explicárselo a ese conductor que, después de parar y de que le pidiera acercarme al camping me ha respondido que total, estaba “aquí mismo” y ha seguido su camino dejándome con la palabra en la boca. 

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