Vallter-Nôtre dame du Coral: Creer o no creer (en una misma)

A ver, ¿por qué si tengo un track que dice que la distancia de hoy son veintiséis kilómetros y pico yo me obstino en creer que son poco más de veinte? ¿Por qué escucho a mis compañeros de cena hablar de lo dura que será su ruta de mañana y minimizo la mía cuando en realidad es bastante más larga que la suya (eso sí, menos conocida y parece que menos impresionante)? ¿Por qué las personas, algunas personas, tendemos a menudo a pensar que lo que hacen los otros es más valioso/difícil/duro/[póngase lo que se quiera] que lo nuestro?

Vista atrás en el camino hacia el Roc Colom

Es obvio que hoy no andaba sobrada de autoestima pero sí de inconsciencia ya que, por lo que sea (¿por ese subestimar lo propio?) pensaba que la etapa no era ni larga ni dura. Y bueno, según se mire. Si lo mido por pendiente ascendente, no, no ha sido gran cosa (solo unos 700m); ahora, si lo mido por el descenso (1700m) o le pregunto a mis pies, entonces ya la cosa cambia.

El Costabona desde el Roc Colom

Y por supuesto, está el tema psicológico. Si por lo que sea (por la dejadez de no haberme estudiado suficientemente bien la etapa y recurrir solo a la memoria como fuente de información), una piensa que el último collado de la etapa está dos horas antes de lo que realmente está, esas dos horas se hacen interminables y lo que viene después más interminable todavía. Cosas de la mente.

De frente, toda la carena descendente hacia el Coll d’Ares

Dicho esto, puede parecer que el día ha sido un desastre pero…, ¡para nada! Hoy sí puedo decir que esa sensación de falta de energía que tuve en las etapas que hice al comienzo del verano ha desaparecido y que andar vuelve a ser un placer (al menos los veinte primeros kilómetros). Que moverse por la inmensa llanura que se extiende por encima de Vallter, hasta llegar al Roc Colom, en un día despejado, es sentir cómo el corazón se expande. Que mirar hacia atrás y ver, ahora ya muy lejano, el Coll de la Marrana, el último que descendí ayer, resulta, cuando menos, impresionante. Que poner nombre a las montañas que se dibujan en torno a una es inmensamente satisfactorio. Y que empezar a descender sabiendo que me despido de los dosmiles es reconfortarse sabiendo que lo extraordinario existe mientras se retorna, poco a poco, a lo ordinario (o quizá no tanto).

Entre las nubes, el Canigó.

Y luego está la carena. Ese larguísimo trayecto fronterizo descendente dominado a la izquierda por el Canigó, cuya cumbre, cómo no, está semioculta entre las nubes a pesar del precioso día. La carena y la soledad. Porque en el momento que abandono el camino que baja desde el Costabona no me encuentro a nadie hasta llegar, ¿cuatro horas después? al Coll d’Ares. (¡Miento! ¡Veo a un ciclista y muchas vacas!).

Nôtre dame du Coral

Y tras el collado, de nuevo, una hora y media más en solitario hasta esa pequeña hermita-albergue en medio del bosque que es Nôtre dame du Coral. ¿Está abierta? Nadie lo diría, pero sí. Solo cinco personas cenamos y pernoctamos aquí hoy, y como nadie habla español, practico mi francés. ¡Nada fácil disertar sobre la fauna salvaje en España en un idioma que tengo tan oxidado!

¿Creer o no creer (en mí misma)? La cosa va a ratos. En fin, lo normal.

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