L’Hospitalet pres l’Andorra- Les Bouillouses. Las flores del Carlit son amarillas

Y blancas, y naranjas y violetas. Pero hoy me fijo solo en las amarillas. No solo porque es mi color favorito, sino porque también lo es el de dos amigas extraordinarias que cumplen años estos días. Como las verdaderas amistades, las flores del Carlit son muy escasas. Y como mis amigas, estas amigas, son grandísimas luchadoras capaces no solo de salir adelante incluso en un entorno tan hostil como es la piedra, sino de volverse, al hacerlo, aún más resistentes y bellas.

Han sido dos días de camino y una noche de luna llena estrenando tienda en la más apacible soledad a los pies del Carlit. ¿Podría haberlo hecho en un día? Quizás. Pero veintiséis o veintisiete kilómetros y cerca de 1500m de desnivel positivo con la subida más importante del día hacia el final de la etapa no me parecía ni prudente ni realista. Y más teniendo en cuenta que este año no me sobran las fuerzas. Otra opción hubiera sido dar la vuelta al Carlit en vez de subirlo, pero… en esta ocasión el ascenso es irrenunciable.

Lago de Besines

El caso es que he descubierto otra forma de aproximación a esta montaña –desde el noroeste, en vez desde el suroeste–, he podido pasar por el lago de Besines y comer una omelete en el refugio del mismo nombre (en una terraza de vistas impresionantes), y he tenido que atravesar el Col de la Coume d’Anyell, lo que me ha devuelto la posibilidad de extasiarme con la belleza de uno de esos circos rocosos pirenaicos que, entre tanto verde, ya estaba echando de menos este año.

De propina, y rondando entre las piedras, me he encontrado a la pareja más singular que haya visto nunca en la montaña: un hombre (¿de mi edad, algo mayor, más joven?) calvo, con barba larga, irregular y canosa y un solo diente, y una niña de siete años (¿su hija?¿su nieta?). Creo que son alemanes y apenas cruzo con él unas palabras en inglés, después de llegar al collado, cuando la niña comienza a llorar al ver el camino que todavía le queda por recorrer cuando ya ha hecho, sin duda, lo peor. ¡Una campeona! Ellos se van a la izquierda y yo sigo por la derecha, hacia la gigantesca presa de Lanoux, que comienzo a bordear por el norte hasta que ya a las siete de la tarde decido que es hora de plantar la tienda y descansar. La paz es inmensa, la vista maravillosa… pero me voy a dormir pronto acosada por los mosquitos.

Y a las seis me levanto, echo a andar a las siete, y a las ocho estoy en la base misma de esta, mi montaña mágica, contemplando con veneración su tramo final: un zigzag vertical recortado en la piedra que desde aquí parece un camino de penitencia pensado para grandes pecadores. Si fuera religiosa me habría santiguado, (¡y he tenido la tentación de hacerlo!) pero como no lo soy, solo le he dado las gracias a mi particular diosa de las montañas por darme la idea de dormir cerca y poder comenzar a recorrer este tramo final en absoluta soledad. ¡Gracias diosa!

Durante la hora y media que empleo en esa subida final (vale, sí, soy lenta) y en la que mi única compañía son los gritos de una marmota madrugadora, me voy dando cuenta de que el Carlit no solo es mi montaña mágica sino que constituye, él mismo, la esencia de mi ikigai, (eso que vendría a ser «el sentido de la vida» pero que suena mejor –y menos pretencioso– en japonés). De hecho, cuando hace años, en un ejercicio que hago a menudo con mi alumnado pero que esta vez hice para mí misma, algunas de las cosas que escribí sobre mi ikigai eran: «experimentar la libertad», «sentir que todo es posible», «hacer proyectos y realizarlos», «jugar y divertirse», «abrirse a mundos y experiencias», «disfrutar del aire libre», o «buscar siempre la belleza, fundirse, integrarse con ella, verla, oírla, tocarla, hasta caer agotada». ¿No es exactamente todo eso lo que estoy haciendo hoy?

Desde la cima del Carlit (2921m)

Llegar a la cima del Carlit, a 2921m, es llegar al Paraíso. Y más un día como hoy, con un cielo azul perfecto y una temperatura que permite estar de manga corta a las diez de la mañana mientras el resto del mundo se cuece. La vista es una de las más hermosas del Pirineo, no solo porque al este se extiende el paisaje increíble de las Bouillouses (o Bullosas), con sus múltiples lagos, sino porque, al contrario que otras cumbres (especialmente las de esta envergadura), el Carlit es una montaña relativamente aislada, lo que le da una perspectiva del todo excepcional. Pero también es una cumbre muy transitada, especialmente en un día como hoy, 14 de julio, fiesta nacional en Francia. Y aunque cuando una está en el Paraíso lo último que quiere es irse de allí, tampoco quiero quedarme demasiado tiempo porque el comienzo de la bajada es complicado y peligroso y es mejor hacerlo sin demasiada gente. No hay camino. Solo marcas que indican por dónde «descolgarse» mejor. Eso sí, hay muchos sitios donde agarrarse y a mí, lo de trepar y destrepar, siempre me ha gustado. Un poco de concentración y sin problemas. Después ya solo queda recorrer los siete kilómetros que faltan hasta la presa mientras los lagos se vuelven más y más cercanos, disfrutar de la comida en Les Bones Hores y coger el autobús que me acerca al mundo civilizado. Porque, ya lo he decidido, por ahora lo dejo aquí. Demasiado calor.

Recuperando más frases de aquel ejercicio pasado en busca de mi ikigai, encuentro esta otra: «vivir la calidez de ese pecho protector que es el amor y encontrar gente maravillosa: mi familia». Este año mi familia, esa que forman las personas que van apareciendo en la vida y se acaban convirtiendo en pilares fundamentales de la misma, ha seguido creciendo (poco en cantidad pero mucho en calidad) y me siento, por ello, cada vez más agradecida.

Gracias diosa 🙂

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