De cuando allá por 2009 hice por primera vez este mismo recorrido, recuerdo lo difícil de la subida al Coll de la Cornella y poco más. Es lo que tiene ir en grupo, que se pierde parte de la experiencia estética porque la atención la acaban acaparando otras cosas, como el adaptarse al ritmo, a menudo exigente, del grupo, o la conversación. La segunda vez, ya sola, me equivoqué de collado, subí al de Arnabate, y aunque eso no debería haber sido un gran problema, mi inexperiencia hizo que sí lo fuera y que, a pesar de darme cuenta de la belleza del resto del recorrido, la prisa por recuperar el tiempo perdido no me dejara disfrutarlo como merecía.
Hoy, tercera vez, era mi desquite. Y sí, he subido a la Cornella, siguiendo las indicaciones de dos mujeres estupendas que me he encontrado en el camino y de las que me fío totalmente porque viven por aquí: una en Alos y otra en Ferrera. Y sí, he recordado lo duro de esa subida y lo esquivo del collado, que no llega nunca. Y sí, y a pesar de que la niebla –la gabacha, como la llaman por aquí– ha hecho acto de presencia, he podido volver a contemplar la espectacular sucesión de lagos que son los lagos de la Gallina con su hermosísima piedra veteada por la que se va deslizando el agua en su camino a los hasta siete lagos inferiores. Y también he disfrutado de las muchas ranas que saltan a mi paso, y del laberinto que es el sendero con sus muchos saltos, desniveles, desescaladas, pasillos y escalones.
La sucesión de lagos empieza poco después del Coll de Calberante (2600m) y acaba en el refugio que hay en la base del Montroig (2287m), una especie de nave espacial metálica en cuyo interior hay unas cuantas literas y una radio para avisar de posibles emergencias. He bajado despacio, muy despacio, porque la retina no se conformaba con lo que veía y quería fotografiarlo todo, y porque es un sendero complicado. Complicado de encontrar, de seguir y de andar, porque discurre casi totalmente por piedra, aprovechando sus pendientes, sus recovecos y sus irregularidades. Porque esta piedra no son bloques de granito que quedan tal como caen, como ocurría en días anteriores, sino que es una piedra pulida que adopta la forma de toboganes, colinas y escaleras. Una piedra que podría ser madera. Una piedra hermosísima en sus colores y en sus formas.

Pero el día, en su mayoría apacible, termina extraño. Dede el primero de los lagos comienzo a oír ruido. Es como si, al otro lado, hubiera un grupo de gente ¿cantando?¿gritando? Miro, pero no veo nada, y sigo el descenso. Cuando llego al refugio me entero de que sí que eran gritos. De lejos, un chico me hace señas y me pregunta si tengo móvil, que es una emergencia. Me apresuro, llego, constato que no hay cobertura, intento hacer una llamada de emergencia… Nada. Pero ya han avisado por radio y llega un helicóptero. El chico, los chicos (son dos), están muy alterados.

Al parecer iban con un grupo de unos treinta chavales y una roca se ha movido y ha caído sobre una chica rompiéndole las piernas. Han bajado a toda prisa, dejándose móviles y cualquier otra cosa, pero temen por su vida. Uno de ellos monta en el helicóptero, el otro se queda y me da un número de móvil, el de la madre del primer chico, para que, si encuentro cobertura en el camino, pueda avisarla y decirle que llame a los monitores del campamento ya que el resto del grupo tampoco puede bajar. Están a unos 2500m de altura y aunque tienen comida y ropa de abrigo no es cuestión de que pasen la noche allí. Esta vez no hay imágenes del helicóptero. La situación es dramática y ni se me ocurre sacar el móvil para tomarlas.

A partir de ese momento ya no pienso en descansar sino en seguir lo más rápidamente posible. Sé que tengo mucho rato de camino para conseguir la deseada cobertura y sé que, posiblemente, para cuando la tenga, Pablo, el chico que se montó en el helicóptero, ya habrá podido contactar con todo el mundo. Pero me he comprometido, así que adiós al descanso hasta que, dos horas después, puedo por fin llamar a Laura, la madre de Pablo. Como me imaginaba ya está todo en marcha y la chica, que ya está en el hospital, en Lleida, se salvará. Un alivio. Y como el estrés parece que ha alejado el cansancio, opto por seguir hasta el refugio más cercano, a unos seis kilómetros.

Al final he hecho cerca de 27 kilómetros y más de 1700m de desnivel. Una barbaridad. De nuevo casi sin parar. El cuerpo, los pies, empiezan a resentirse. Creo que empieza a ser el momento de parar.