No sé si llamar miedo a lo que he sentido hoy pero sí sé que no recuerdo momentos en mi vida de tan terrible desolación. De verme en la boca del lobo y de saber que nadie va a venir a buscarme. De sentir que el desierto es eterno, que mis fuerzas me han abandonado totalmente, que apenas puedo poner un pie delante de otro, que un mundo de bosque y roca se cierra ante mí y comienza a amenazar tormenta y que ni siquiera puedo comer porque, con la boca tan seca y el poco agua que tengo, el tragar es imposible.
Mi desierto de hoy es un bosque sucio y cerrado, lleno de ramas atravesadas, hojas amontonadas, piedras que se esconden bajo las hojas y miles y miles de moscas que me acompañan constantemente. Y calor sofocante y ni una brizna de aire que lo alivie. Entré aquí a eso de las doce de la mañana y tras más de cinco horas avanzando penosamente, parando cada poco y recriminándome más y más a medida que avanzo (sobre todo porque sé que la noche me pillará lejos de la humanidad) tengo que parar y ni siquiera parece haber dos metros cuadrados lisos y regulares para poder instalar la tienda. Tengo ganas de llorar y lo único que me impide hacerlo es el saber que no valdrá para nada.
Desde que, sobre las once y cerca del refugio de Belagua robé —sí robé— dos litros de agua de una garrafa de cinco en una cabaña (que me perdonen los ganaderos del valle del Roncal) no he vuelto a encontrar agua (como tampoco la había encontrado antes). Ni fuentes, ni arroyos, ni nada de nada. ¿Hubiera sido mejor no encontrarla? Lo mismo, porque así, estando en la carretera como estaba, habría parado a alguien para que me acercara a Isaba, el pueblo más cercano, donde habría podido repostar como es debido e incluso reflexionar antes de meterme en esta pesadilla.
Son las 7.30 de la tarde, estoy metida en la tienda (¡al final encontré un mínimo espacio para ella!) y parece que ha parado de tronar ¡Menos mal! Por primera vez pienso seriamente en que se acabó, que en cuanto llegue a Candanchú o en la primera carretera que vea, mando todo a paseo, busco un bar, me tomo siete aquarius (¡cada vez que pienso en un aquarius me pongo enferma de pura necesidad!) y después otras siete cervezas y me paso el resto del verano leyendo al borde de una piscina.
Lo único que puedo hacer para no pensar es dormir. Dormir once horas hasta que amanezca y después echar de nuevo a andar. Porque cuanto más me aleje de aquí más cerca estará la posibilidad de saciar mi sed. Sólo me queda pensar, en un intento por consolarme, en lo que me reiré cuando lo cuente. ¡Ójala!