La soledad en montaña es una cosa. La soledad aislada en casa, otra muy diferente. Y estos días echo de menos esa primera soledad a la que adoro al tiempo que me pesa la segunda. Echo de menos esos pulsos conmigo misma en los que el esfuerzo es también físico y no solo mental y en los que lo voluntario de la elección multiplica la resistencia. Mientras tanto, aquí y ahora, la situación se me vuelve más y más incómoda.
Sé que estos días hay quien convive con su enemigo y sé que hay quien tiene que compartir un espacio mínimo y no puede ver el cielo salvo cuando sale a comprar. Sé que hay gente que se está jugando la salud y la vida en esta crisis, que hay quien se quedará sin trabajo una vez más y gente que, teniendo que trabajar, afronta cada día con el miedo renovado del si esta vez la enfermedad se abrirá paso en su cuerpo o no. Gente que no lo contará y gente que, cuando lo cuente, se verá tan desbordada por emoción que no podrá evitar las lágrimas.
Y aunque frente a todo ello me siento una privilegiada, la tristeza está ahí. La tristeza de tener que vivir en una burbuja durante ¿cuánto tiempo? Nadie lo sabe. La tristeza de no poder sentir la cercanía de los amigos ni los abrazos de mi pareja porque, aunque ni él ni yo estamos enfermos, ambos vivimos solos y separados por mil kilómetros de distancia que ahora parecen ser cien mil. ¿Cuándo elegimos estar así? Lo que la cotidianidad laboral justifica deviene absurdo cuando esta se trastoca y muestra que quedan por delante meses de buscar la plenitud dentro de cuatro paredes. Huir de una misma no es una opción, caer en el desánimo tampoco.
Así que echo mano de lo que más me alimenta y busco fuerza en esos largos días de travesía en los que el camino es infinito pero en los que no por ello dejamos de emprenderlo. Los primeros kilómetros siempre son placenteros. Amaneceres avanzando descansada antes de que la pendiente haga mella en nuestras piernas y nuestra respiración y en los que el día que nace se contempla con la inquietud por lo que vendrá pero con los sentidos recreándose en cada sensación, en cada imagen, en cada olor.
No sé si la comparación es muy afortunada pero siento que estos primeros días de cuarentena han sido como esos primeros kilómetros. Inquietos sí, pero con las fuerzas intactas y con la motivación de descubrir las posibilidades que nos otorga esta nueva situación insospechada. Días de emoción y descubrimiento. Y tras ellos, ahora empieza la verdadera prueba, la ascensión al primero de los collados del día. Y no sé por qué, cuando pienso en ese primer obstáculo no pienso en uno cualquiera, pienso en el Coll de la Cornella.
La Cornella es un collado pedregoso desde donde casi se toca el Montroig y es el primer paso para atravesar hacia Noarre desde la Val d’Âneu en una de las etapas más duras de la Transpirenaica. Aunque no es el punto más elevado del día sí es el más difícil ya que para llegar al mismo hay que ascender más de mil metros –tartera monumental incluida– desde el tranquilo, profundo y estrecho valle por el que discurre la Noguera Pallaresa. Una vez allí se puede no ya ver pero sí intuir el final de la etapa.
Quiero pensar que estos próximos días de encierro, que coincidirán con lo más álgido de la pandemia, no son sino la ascensión a un difícil collado que nos dejará exhaustos pero con una primera sensación de felicidad, de logro, de orgullo. Quiero pensar que la tristeza de hoy es el esfuerzo del ascenso, la incertidumbre de si el camino elegido es el bueno, el nerviosismo de quien no sabe si las fuerzas le van a acompañar. Y quiero pensar también que pasado ese primer collado volveré a disfrutar del camino aun cuando quede todavía mucho por recorrer.
Si la Cornella se puede subir, también de esta se saldrá.