Aguas Tuertas: Sinfonía en verde con Coda en el Edelweiss

Verde esmeralda, verde musgo, verde menta, verde lima… ¿y por qué no existe el “verde Aguas Tuertas”? Es más ¿por qué no es ese el verde universal con el que se midan todos los demás? Si habéis ascendido alguna vez por Guarrinza y traspasado el collado con el que culmina la pista me entenderéis, porque lo que se percibe apenas comenzar el descenso es una invasión del verde más intenso y puro que uno pueda imaginar y que se extiende hasta donde la vista consigue abarcar. ¿El mundo se ha vuelto verde o es que nuestra retina ha decidido aferrarse a esa única y mágica frecuencia? 

Mirar con ojos verdes en este lugar extraordinario de fácil acceso, en el que las vacas y los caballos conviven con excursionistas de todo tipo, me hace crecer el pensamiento utópico y me lleva a imaginar que todo el mundo debería acercarse aquí al menos una vez en su vida, como si de una meca se tratara, y a través del verde inundarse de esperanza y tolerancia. Y bajo ese filtro verde veo brillar los ojos de quienes se asoman a este paraíso e imagino que todos entienden que hay mil formas de disfrutar de la montaña pero que ninguna de ellas incluye abandonar pañuelitos de papel o cualquier otro tipo de basura. Es lo que tiene el verde.

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Subiendo hacia el ibón de Estanés

El inmenso placer de andar despacio pisando, mirando y sintiendo verde da paso al no menos inmenso placer de ver aparecer en el horizonte el Midi d’Ossau y, poco después, y sin perderlo de vista, sentarse a comer ante el ibón de Estanés en un día radiante en el que me reconcilio plenamente no ya con la montaña (con la que nunca estuve reñida), sino con la travesía, y en el que pienso en todo lo que he aprendido, hasta ahora, de ella.

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Ibón de Estanés, con el Midi d’Ossau al fondo

He aprendido a no tener tanta prisa, porque no siempre se llega antes por correr más; a ser más tolerante, porque aquí soy mucho más consciente de mis propias imperfecciones y porque la mayoría de las veces no tengo demasiadas elecciones; a medir más mis fuerzas, que nada tienen que ver con las de aquellos capaces de hacer el doble de kilómetros y desnivel que yo en la mitad de tiempo (que los hay); y a valorar pequeñas cosas cuyo carácter extraordinario tendemos a olvidar por lo cotidianas que se nos han vuelto: un plato de sopa, una ducha caliente, una cerveza fresquita, la comodidad de un sofá…

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La chorrota del Aspe vista desde lejos

He aprendido a pedir y a aceptar ayuda, y también a ofrecerla aun cuando no me la pidan, porque aquí las cosas se vuelven más básicas (comer, beber, descansar…) y en ese retorno a lo esencial la solidaridad parece surgir de forma espontánea (aunque ayer un conductor me saliera rana, hoy he vuelto a encontrar ayuda en un grupo de montañeros que me han acompañado a través de un atajo hasta mi camino perdido y se han ofrecido a llevarme de Sansanet a Candanchú). 

Y quizá lo más importante, he aprendido –y más que aprender he asumido– que equivocarse es absolutamente normal, que nos pasa a todos (incluso a mí) y que es absurdo culpabilizarse por ello. Y curiosamente, y desde la normalidad, y desde la no culpa, soy capaz de corregir antes los errores ya que los identifico mucho más rápidamente que cuando, por el orgullo de no tener que enfrentarme a un posible “fracaso”, me empecinaba en ellos. 

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La chorrota del Aspe vista desde lejos

Y feliz, aunque cansada, y ya saboreando la recompensa que supondrá la llegada a otro paraíso, el del hotel Edelweiss, me encamino a Candanchú pasando por la chorrota de Aspe, por el antiguo trazado del GR11. Unos cinco kilómetros de sube y baja con algunos tramos delicados no aptos para quien sufra vértigo y por donde me encuentro con muy poca gente (y casualmente –o no– todo mujeres, va por ellas).

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Terraza del Edelweiss

Por cierto, ¿sabéis a qué suena el verde Aguas Tuertas? ¡A orgía de cencerros! 😀

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